Pensamiento

La compasión es libre

Siglos ha dedicado la filosofía política a la disyuntiva entre servidumbre y libertad. El problema resulta sin embargo urgente, acuciante. ¿Qué hacer ante quien decide renunciar a una vida —concedan por ahora la presunción— digna, o a la vida misma? ¿Qué ante un Parlamento, como el español pocas semanas atrás, que deroga una disposición legal que velaba por mujeres vulnerables? ¿Qué ante unas Naciones Unidas que en pro del igualitarismo desamparan a los más necesitados? No buscamos una solución cerrada, colectiva y total pero apremiamos a pensar en serio el lugar de la libertad y los escondrijos de la servidumbre. En serio pero ya. No tienen siglos quienes sufren.

Un joven se inclina hacia adelante con los brazos extendidos. Mirada afanosa, ropaje humilde. Espera recibir algo del pan que reparten los soldados en el centro de París durante la Segunda República Francesa. Esta imagen, boceto de 1851 de Isidore Pils hoy en el Museo de Arte de Cleveland, ilustra la portada de la edición de On liberty and other essays de John Stuart Mill que ahora releo. Un joven recibiendo pan. Tal vez no es azarosa la elección de Oxford University Press. A Pils se lo ha descrito como reportero de un «realismo compasivo». El ser humano por él retratado nos alcanza en su plena individualidad: ya no —según escribe su biógrafo Louis Becq de Fouquières— como un impersonal «modelo disfrazado», como una pieza intercambiable en el tablero de los ideólogos; sino como persona, de carne y hueso, con hambre y frío.

La libertad que defiende Mill no es ajena a las necesidades humanas. Delataría grave incomprensión, advierte en On liberty, tomar su propuesta como la de un egoísmo insensible para el que la vida de unas personas en nada concierne a las demás. El centro del liberalismo político lo ocupan la persona y la preocupación por su eventual desvalimiento. El horizonte liberal es aquel que se abre ante cada uno para que pueda llevar a cabo su propio plan de vida. Pero el desvalido no puede, o no del todo, y el pensamiento liberal es plenamente consciente de que el sujeto debe ser capaz antes que libre, de que precisa un sostén (fiado tiempo atrás a la razón, lo sabemos hoy más complejo) para valerse por sí mismo. No se apunta aquí, léase bien, a una libertad positiva. Tampoco a originales posiciones ni a bucólicos diálogos. Muy al contrario. Se parte de una realidad cruda. Nada que ver con una ideal deliberación ni paraísos venturosos. No son Rawls ni Habermas quienes aquí nos interpelan. Atendemos ahora al requisito preliminar que desde Mill a Friedrich von Hayek se acepta como premisa de una libertad efectiva: la plenitud de facultades. Hay que garantizar una intimidad robusta sobre la que pueda alzarse una libertad política exigente. No basta con excluir a niños, locos y dementes para considerar firme el suelo que cimienta el reto de la libertad negativa. No basta porque no resulta ni claro ni indiscutido en qué consistan la plena madurez o una adecuada capacidad de juicio. Advirtió ya Kant en su Antropología que no se podía delegar la cuestión a la Facultad de Medicina. Dos siglos más tarde los conceptos de enfermedad mental o neurodesarrollo siguen —no se lleven a engaño— sin resolver acerca del sano entendimiento. Tampoco la Facultad de Filosofía, donde nos remitía él como sede del saber psicológico de la época, dará sola con la respuesta.

Continúa sin coto ni fuero el alcance de la libertad (y de la responsabilidad por tanto). La figura del «menor maduro» está suficientemente asentada y los derechos de las personas con alguna dolencia mental bien reconocidos (aunque no siempre suficientemente aceptados), pero la indefensión de los menores y la vulnerabilidad de algunas personas en determinados momentos de su vida es también incontestable. El liberalismo bien sabe de esta condición, de esta contingencia en la que asienta y ante la que debe responder si no halla cumplimiento. Pero todas estas cuestiones solo son posibles porque se reconoce protagonismo a la persona, al individuo (oh, el término, el acabóse). A la persona deberá adaptarse la ley, mudando en terapéutica compasión cuando sea necesario (aunque Szasz se lo reproche al mismo Hayek). Se atenderá la salud de su libertad interior para poder luego exigir responsabilidad en el espacio público. Sólo tras una cuidada deliberación acerca de en qué consista la «facultad natural de entender y juzgar» que mienta Kant, el ordinary amount of understanding que pide Mill, podrá legitimarse la libertad negativa frente al cúmulo de derechos que los colectivismos pretenden.

Porque lo opuesto no es dable. Si el liberalismo puede reconocer y velar por su frágil fundamento, la persona, no es capaz de ese miramiento la maquinaria del Estado. Los colectivismos no ofrecen resquicios al cerrado ideal que alienta al grupo. Su alcance es por definición total, completo, y no hay modo de escapar (habrá quien quiera, por buenas que sean sus intenciones) al absoluto que lo empuja. El liberalismo ofrece libertad a la vez que se abre a la compasión y la fraternidad. Los colectivismos imponen una beneficencia en masa que al no ser libre no podrá tenerse por verdaderamente solidaria; soslayan la singularidad para acometer en bloque los grises y pesados determinantes que en su omnisciencia —ya saben cómo la llamó Hayek— priorizan.

Quien esto escribe es psiquiatra. Desde sus mismos inicios decimonónicos, desde Esquirol y su descripción de las «monomanías homicidas» al menos, la psiquiatría se ha visto requerida para pronunciarse acerca de la responsabilidad de las personas, sobre la libertad de los actos llevados a cabo y la posible asunción de sus consecuencias. Dicho de otro modo: se le pedía y pide a la psiquiatría decidir si alguien es capaz de poner los medios y emprender la consecución de un plan de vida libre y digno. Serían casos contrarios, indignos —así al menos aquí lo entendemos—, el de un enfermo melancólico que «decide» no alimentarse ni tener cuidado alguno de sí, que se abandona a la desnutrición y la inmundicia, o el de quien «opta» por malvivir perpetuamente confinado en su habitación o domicilio presa de temores delirantes o miedos agorafóbicos. Que a la psiquiatría sola corresponda el encargo de decidir sobre tales situaciones o parecidas es algo a buen seguro discutible (el concepto de enfermedad ni siempre basta ni todo lo resuelve) pero lo innegable es que ante ellas se encuentra a diario y que tal encargo recibe a menudo. Tal vez como ninguna otra disciplina o profesión se ha visto enfrentada al escrutinio de los límites de la libertad personal y sus consecuencias. E impelida a decidir. Por otra parte, y es la fundamental, como disciplina médica se halla comprometida con el cuidado de las personas enfermas. Libertad y cuidado son los ejes de su práctica y las coordenadas de la presente discusión.

Se bate el pensamiento político entre la libertad y la servidumbre. No siempre la voluntad se ha decantado por la primera, al menos tal como la modernidad la entiende. Pero sí a veces. La lucha por la autonomía personal tomó vistoso cuerpo en el siglo XX con el flower power de los sesenta y el mayo francés. Estas corrientes emancipatorias propugnaban la liberación de las personas respecto de las convenciones, las estructuras sociales y los poderes institucionales por entenderlos como esencialmente coercitivos. Movimiento casi paradigmático de todo ello fue el antipsiquiátrico (en sentido laxo, apenas nadie asume para sí el término de Cooper), que cuestionaba la autoridad de la institución médica para el tratamiento e internamiento de personas con una supuesta enfermedad mental. Adalid de la crítica fue el psiquiatra estadounidense de origen húngaro Thomas Szasz (1920-2012), quien defendía para el trato del sufrimiento psíquico un marco liberal claramente antiestatista (la misma psiquiatría la entendía como “la forma más peligrosa de estatismo”). Szasz veía el Estado como básicamente nocivo, dedicado a coartar la libertad individual y minar la independencia de las personas. En este sentido y desde entonces la antipsiquiatría ha apostado por el desmantelamiento de toda institución de poder que pretenda dictar qué debe sentir cada uno, de qué sufre y cómo hay que ayudarlo. Audaz actor del enfrentamiento al sistema fue el psiquiatra veneciano Franco Basaglia (1924-1980), quien por su parte lideró en Italia la clausura de los hospitales psiquiátricos como paradigma de institución «donde uno nunca puede ser dueño de su propia persona». En buena coherencia el afán libertario antipsiquiátrico ha promovido siempre alternativas a la planificación estatal del cuidado: desde la apuesta decidida de Szasz por una medicina dispensada en un ámbito estrictamente privado hasta las llamadas iniciativas horizontales de colaboración no jerárquica, conocidas ya en el liberalismo decimonónico como sociedades de ayuda mutua, de socorro mutuo o friendly societies (definía su espíritu el motivo que la sociedad de Bottesford tomara en 1747 de la Epístola a los gálatas: Bear ye one another’s burdens). El prosaico siglo XXI les ha dado el nombre acrónimo de GAM (por Grupos de Ayuda Mutua) pero el propósito es el mismo: un individuo se apoya en otro individuo, y este en otro, y en otro a su vez, en una solidaridad palpable y voluntaria.

Así era el progresismo liberal de la segunda mitad del siglo XX. Incluso en quienes pudiera columbrarse una merma o indisposición de las facultades precisas para dirigir la propia vida, incluso en quienes pudieran éstas sospecharse enajenadas, asumía la apuesta por su independencia y reclamaba su derecho a elegir y organizar sus propios cuidados libremente. «La libertà è terapeutica», era el clamor de Basaglia que resonó en los manicomios de los años 60 y 70, de Gorizia a Trieste y más allá. La libertad, y esta es la conclusión de la aventura antipsiquiátrica, siempre debe ir por delante. Pero en su alocada progresión (en la que el marxismo de unos rebasó el antiimperialismo de los otros) descuidó este libertarismo la libertad misma, diluyó en el colectivo su definición y con ello fundió sus límites. Tal desarreglo ha conducido a una situación paradójica, dramática en sus dos sentidos. Por un lado la disolución de su contorno ha dejado desamparadas a muchas personas cuya capacidad para una vida autónoma se halla, en uno u otro grado, mermada. No sólo muchos pacientes psiquiátricos del siglo pasado sufrieron este reconocido abandono. En este siglo XXI la ONU, en una loable pero ciega carrera contra la discriminación, ha querido igualar los derechos (y eso implica los deberes) de todos. Lo rubricó en la Convención de Nueva York dedicada a los Derechos de las Personas con Discapacidad, celebrada en 2006 y cuyas conclusiones fueron acríticamente suscritas por España. Una muy reciente repercusión de ello ha sido la derogación por el Parlamento español del párrafo segundo del artículo 156 del código penal, por la que se proscribe la esterilización por orden judicial de personas previamente declaradas incapaces. Es asunto delicado y no hay que precipitar el juicio pero cabe tener en cuenta que este gesto libertario y sus riesgos autonomistas de ningún modo responden —como tampoco el negacionismo de Szasz— al pensamiento liberal. No es el liberalismo el que abandona al inerme. Así lo entendieron no sólo el bueno de Mill, a quien se tiene a menudo por liberal descafeinado, sino los comprometidos austrohúngaros Hayek y Mises, los más acérrimos defensores de la libertad según Szasz. A ellos dedicó sendos artículos en la revista Liberty en 2002 para reprocharles con amargura su especial consideración hacia las personas enfermas, su reconocimiento como necesitadas de protección y merecedoras de un trato individualizado (frente al genérico que Szasz y la Convención de Nueva York piden para ellas). Esta indiscriminación no puede responder, como resulta claro, a la primacía de la libertad sino a un ideario social igualitarista que olvida y niega las particularidades de los individuos. Parecería que ante el reto del sufrimiento los liberales más perezosos, o falsos y disolutos, en lugar de detenerse a pensar con rigor la libertad, le dieron vuelta y dictaron el auxilio para todos. Aunque con la promesa de universal socorro se desproteja sin remedio a los más débiles.La verdadera apuesta por la libertad no la licencia ante el primer escollo, sino que, como advirtió Constant, se centra en reforzar sus garantías: atiende en nuestro caso las capacidades previas, individuales, para cuidar de ellas (como en temprana edad hiciera la educación) antes de exponer a nadie a los rigores del mundo libre. La libertad es anhelo pero no dogma para el liberal. Con Kant, Mises y Szasz hay que reconocer que la línea que pueda trazar la psiquiatría entre la responsabilidad y su enajenación, entre la capacidad y su fallas, es precaria y muy difusa, y ciertamente no debe corresponder a ella sola la circunscripción de la autonomía. Ya hemos escrito que no basta con excluir de ella ramplonamente a niños y locos. Pero como tampoco pueden negarse las desiguales capacidades entre las personas habrá que esforzarse en distinguir quién precisa ayuda y —aquí ya el segundo peligro mencionado, reverso de este primero— quién no. Porque si la homogeneización de la libertad deja desamparados a quienes más lo necesitan, también legitima las quejas de quienes pueden valerse por sí mismos. Se ha consumado la inversión desde la libertad ilimitada de Szasz y el libertarismo hippie a la renuncia total de responsabilidades y a la exigencia permanente de protección (a eso llaman «despertar») frente a todo tipo de agravios, ofensas o desmanes, ya sean estos pretéritos, vicarios o apenas intuidos. Ya no se cuida y alienta al enfermo, ahora se protege y custodia al ofendido. No se trata a la persona, se mima a la colectividad. Esta cesión indigna supone el culmen de la insolidaridad, la completa falta de consideración al verdaderamente desvalido. No es una sociedad solidaria la que promete todo a la mayoría, sino la que concentra sus esfuerzos en auxiliar a quienes la necesitan más. El límite no responde solo a una economía de fuerzas, sino fundamentalmente a la autenticidad de nuestro compromiso ético. La compasión no es una oferta gratuita al por mayor, sino un gesto reservado, íntimo, dedicado a la persona que sufre, al tan vilipendiado individuo.


Foto: Isidore Pills, c. 1851, Joven inclinado con los brazos extendidos (estudio para Soldados distribuyendo pan entre los pobres), licencia CC, via Museo de Arte de Cleveland