Literatura

Avatares del ensayo

Al ensayo no se le suele exigir, como a la novela y el cuento, una alta preocupación estilística, pues se supone que su principal objetivo es exponer el desarrollo de una idea, aunque eso se haga con una prosa poco atractiva o incluso descuidada. El género ha acabado por acoger cualquier texto de no ficción, excepto memorias y diarios, sean cuales sean sus condiciones, tenga o no aspiraciones literarias, resulte su tono de un humor malicioso, como en A Modest Proposal, de Jonathan Swift, o de una seriedad rotunda como la que precisan por su naturaleza los tratados académicos. A todas sus posibles variaciones las une una línea de continuidad que traza la tensión entre lo que se expone y la necesidad de modular el pensamiento con la belleza del lenguaje: en algunas obras solo se aspira a redactar sin equívocos los argumentos del punto de vista que se defiende; en otras, el ensayo se concibe plenamente como una construcción literaria, mucho más cercana a la narración y, en algunos casos, como veremos, incluso a la poesía, que a la prosa expositiva.

Hay un acuerdo general en atribuir a Michel de Montaigne (1533-1592) el origen del ensayo, y siendo como es por motivos perfectamente razonables, parece justo tomar su concepción del género, si no como un paradigma único, sí como el modelo que nos permite identificar sus principales características. La obra de Montaigne, por otra parte, se puede entroncar con una manera de escribir que ya está presente en la antigüedad, muy especialmente en Séneca y Plutarco, y, aunque el procedimiento formal es distinto, no veo por qué no podemos considerar también ensayos los diálogos de Platón. Sin embargo, el señor de la Montaña, como le llamó Quevedo, añade al género lo que le convierte en el padre del ensayo moderno; la voluntad de describirse a uno mismo: C’est moi qui je peins. En realidad, el camino recorrido por la literatura y el arte desde el Renacimiento hasta el siglo XX representa en general un esfuerzo de subjetivación, entendida esta, no como un rechazo del conocimiento riguroso, sino como la integración del yo del autor en el juicio de sus percepciones de la realidad. El ensayo ha sido la mayor parte de su historia un género exploratorio, inclinado a la especulación, a la divagación, a la incertidumbre, y ya empezó siéndolo desde el momento en el que Montaigne dio a sus escritos el nombre de Essais: pruebas, tanteos, experimentos. También podemos considerar un rasgo sustantivo de esa concepción original del ensayo el cuidado estilístico de la prosa. El ensayista consciente de la tradición en la que se inscribe reclama con su uso estético del lenguaje el derecho a figurar en el canon literario en pie de igualdad con el novelista, el dramaturgo y el poeta. Como ya queda dicho, esa aspiración no se encuentra en todo lo que se entiende en la actualidad por ensayo, lo cual ha llevado a la necesidad de añadir a cada variedad un adjetivo: académico, científico, sociológico, antropológico, etc. Cuando el adjetivo es «literario», a veces se entiende que la obra que así se designa es un tratado de crítica literaria, y a veces que es una construcción retórica de lenguaje y composición, con una intención más introspectiva, y a menudo más estética, que divulgativa. Por sus orígenes y por el desarrollo consecuente que experimenta el género en los siglos posteriores, especialmente en el XVIII y el XIX, solo esta última tendencia merece inscribirse a mi parecer en la pura tradición del ensayo literario. A lo demás, debería llamársele «tratado», pues encaja sin reserva alguna en la definición que la RAE hace de ese término: «Escrito o discurso de una materia determinada».

Los ilustrados practicaron el ensayo como el vehículo privilegiado de sus inquietudes. Eran gente de ideas, pero sus ideas nacieron tanto de la razón como del impulso vital y de la sensibilidad estética, y así, por ejemplo, en los Diarios de Boswell ―y yo creo que los diarios deberían considerarse una forma de ensayo con más derecho a pertenecer al género que los tratados carentes de estilo―, podemos ver cómo la mezcla de reflexión, observación, pasión y necesidad de explicarse a sí mismo cohesiona sus escritos en un todo inseparable. Algo parecido sucede con las cartas, con las de Mary Wortley Montagu, las de Voltaire, las a menudo muy sarcásticas y apasionadas de Madame du Deffand ―de quien Sainte-Beuve dijo que poseía el estilo clásico más puro de su tiempo― o las deliciosamente líricas de Diderot a su amante Sophie Volland, y con una larga serie de literatura epistolar del Siglo de las Luces. No pretendo con eso incluir formalmente en el género ensayístico los diarios y las cartas, pero sí llamar la atención sobre el hecho de que esas modalidades de escritura literaria, al igual que las memorias y, con más proximidad todavía, los libros de aforismos, comparten con la naturaleza tradicional del ensayo un mismo tipo de intereses y recursos: el pensamiento, la observación, la narración, el lirismo, la ironía y, en definitiva, la voluntad de estilo. Todo ello se encuentra, con un énfasis mayor o menor para cada elemento, en la prosa de ideas del siglo, y tiene continuidad, con formas más tendentes a lo poético y a veces indiscernibles de la ficción narrativa, en el desarrollo robusto que, a lo largo del XIX, adquirirá el ensayo entendido como una forma de experimentación literaria. Obras de pensamiento como las de De Quincey, Poe, Baudelaire o Wilde participan de esta naturaleza. El ensayo así concebido favorece la intrusión en todos los géneros, se presta a la digresión y a la mezcla de tonos y, a diferencia de los tratados, puede incluso permitirse, hasta cierto punto, la exageración, la inexactitud, la conjetura, la especulación. Si hay en su conjunto unidad de estilo, si sus frases se adhieren a la memoria del lector por la fusión del pensamiento, la sintaxis y la harmonía rítmica, no hay nada que objetar. Lo que se busca en un determinado grado es el logro de un equilibrio estético, en el cual las ideas son un elemento de composición que solo llega a materializarse con todas sus connotaciones por la acción de los recursos retóricos del lenguaje. Sin embargo, la alta ambición de estilo no es siempre un factor imprescindible para que un texto reúna las condiciones del ensayo literario en el sentido más creativo del término. Así, por ejemplo, en un libro como De l’amour, al que Stendhal puso por subtítulo Un essai sur l’amour, no hay ciertamente una voluntad de elevar el lenguaje a un primer plano, y, a pesar de todo, cautiva por esa capacidad que tiene la prosa de Stendhal de avivar las emociones del lector, por sus dotes de observación y sus impetuosas conclusiones; todo lo cual, aunque Stendhal prescinda de esa sublimación de las ideas que solo hace posible una larga elaboración estilística, sitúa De l’amour, con su descosida estructura, en la clase de ensayo que aquí se pone de relieve, una de cuyas cualidades, quizás la más notable, es la libertad de composición.

Es también en el XVIII, en los albores del siglo, cuando nace lo que los ingleses han llamado Periodical Essay. Se trata de textos más bien breves, aparecidos en publicaciones periódicas, y que con el tiempo han dado lugar a lo que hoy conocemos como artículos y columnas de opinión. La extensión es variable y, en algunos casos, constituyen ensayos de largo alcance, es decir, escritos que se ocupan en profundidad de temas filosóficos y literarios en un estilo de resonancias clásicas; en otros, son sátiras de las costumbres contemporáneas y ataques fulminantes a los prejuicios sociales. En todos ellos, el propósito que los anima no es ajeno al combate ilustrado contra el oscurantismo, la ignorancia y la estupidez endémica de la sociedad. Esa batalla les parece ganable en tanto que la popularidad que adquieren las primeras publicaciones periódicas y la facilidad con la que se distribuyen entre los lectores permite soñar con una incidencia efectiva en la opinión pública, lo que queda francamente lejos de la sumisión orgánica y la exaltación de lugares comunes en que ha devenido el periodismo, aunque tampoco se pueda negar que algo de ello permanece en las mejores columnas y tribunas de la prensa actual, y más aún en algunos digitales destinados a la divulgación de la alta cultura en oposición a los nuevos oscurantismos del siglo XXI. El nacimiento del Periodical Essay se produce en 1709 con la aparición de la revista The Tatler, fundada y dirigida por Richard Steele. En ella destacan las colaboraciones de Joseph Addison, cuyo pensamiento y estilo influirán notablemente en el desarrollo posterior del género, empezando por la figura fundamental de la ilustración inglesa, Samuel Johnson, quien escribió una biografía de Addison en la que le retrata con estas palabras: 

Da la impresión, por sus variadas descripciones de la sociedad, de que, a pesar de su timidez, había conversado con muchas clases distintas de hombres, había examinado sus maneras con muy diligente observación, y había anotado con gran perspicacia los efectos de los distintos modos de vida. Era un hombre en cuya presencia nada reprensible estaba fuera de peligro: rápido en percibir lo malo y lo ridículo, y poco reticente a exponerlo. «Hay en sus escritos ―dice Steele― muchos ataques indirectos a algunos de los hombres más agudos de su tiempo».

El humor sutil, la ironía o la sátira descarnada al servicio de una descripción corrosiva de la estupidez social es un elemento frecuente del Periodical Essay y marcará, en toda Europa, una forma de entender el costumbrismo, rotundamente opuesta a la tendencia folclórico-sentimental del romanticismo popular. Jouy y Mercier en Francia o Larra en España proceden directamente de Addison. Sin embargo su influencia no se limita al artículo de costumbres; su faceta más filosófica, que desarrolló preferentemente en The Spectator ―revista fundada por Addison y Steele en 1711, continuadora del espíritu de The Tatler, pero más distanciada en su tono y más interesada por la economía, la estética y la crítica literaria―, tuvo un impacto considerable en la ilustración francesa, y también en la española, y su rastro es visible en la obra de Feijoo, de Cadalso, de Jovellanos… hasta llegar a Ortega, quien no eligió en vano el título de El espectador (1916) para el conjunto de artículos filosóficos que componen su obra más personal y que se abre con un prefacio que incluye, a modo de invocación, una cita de Montaigne, Allons conformément, et tout d’un train mon livre et moi, y una muy definitoria declaración de intenciones: «Es una obra íntima para lectores de intimidad, que no aspira ni desea el “gran público”, que debería, en rigor, aparecer manuscrita. En estas páginas, ideas, teorías y comentarios, se presentan con el carácter de peripecias y aventuras personales del autor».

Addison da, pues, un nuevo impulso al ensayo concebido por Montaigne y determina en gran parte su evolución posterior. En él están presentes las dos caras de la escritura ensayística, la que zahiere las pretensiones humanas mediante la sátira y el ingenio, con esa elegancia cáustica que distingue en gran medida lo que entendemos por humor inglés y que en el siglo XX vemos brillar en la prosa de Chesterton; y la del pensamiento profundo, la que desarrolla con todos los matices necesarios las preocupaciones morales y estéticas que han conformado el espíritu de Occidente. En ambas tendencias prevalece siempre la laboriosa arquitectura del estilo, atributo mayor ―quiero insistir en ello― de la tradición ensayística.

No es mi propósito en este artículo describir la evolución completa del ensayo literario a lo largo de las últimas centurias, sino más bien señalar las posibilidades que ofrecen a un escritor sus distintos avatares, por lo que solo añadiré a lo dicho que en el siglo XX, en paralelo con el desarrollo del rigor en la ciencia y el conocimiento, el centro de gravedad del ensayo lo ocupa un modelo de escritura que, con mayor o menor interés por la persuasión retórica, se preocupa principalmente por la coherencia intelectual y la solidez argumentativa. El XX es, efectivamente, el siglo de la racionalidad y la precisión, pero también es ―para lo bueno y para lo malo― el de la irracionalidad, el subconsciente y la indagación estética. Los dos fenómenos evolucionan en paralelo, y si el primero completa el programa ilustrado de lucha contra las tinieblas, el segundo lleva las aspiraciones literarias y artísticas del Romanticismo a sus últimas consecuencias. Ninguno de los dos son prescindibles, pero el que extrae sus jugos de las raíces románticas permite la continuidad de un género ―el tipo de ensayo del que venimos hablando― que,  en tiempos de ilustración y ciencia, tal vez habría llegado a desaparecer por la hegemonía del rigor académico.

Los narradores modernos se esfuerzan por convertir la novela y el cuento en un artefacto capaz de emular a la poesía en su afán por incorporar a su descripción del mundo las inasibles percepciones de la experiencia humana que, desde el Romanticismo, se entienden como núcleo constituyente de la realidad; y así como las obras de Proust, Joyce, Virginia Wolf, Faulkner, Musil, Beckett, Kafka o Gombrowicz ―por citar solo algunos de los nombres más trascendentes de la narrativa moderna― pretenden atrapar en su prosa la complejidad de lo humano en sus múltiples dimensiones y entienden que esa pretensión solo la puede satisfacer la estética; así también, algunos ensayistas procuran que el género invada el terreno de lo poético. Los surrealistas, con sus altibajos, sus excesos y sus visiones, a veces pueriles, a veces vulgares, de la situación del hombre en el mundo; con su voracidad por lo mágico, lo onírico y lo simbólico; con su intuición de la realidad profunda de la experiencia, expresada por medio de metáforas que no se entienden como una descripción del objeto, sino como el objeto en sí mismo impregnado por los vapores del automatismo psíquico; con su voluntad de cumplir la llamada de Rimbaud a cambiar la vida a través de un arte y una literatura que solo conciben como instrumentos de esa transformación, destruyen la división en géneros y producen obras a las que ya no es fácil atribuirles un formato preciso. Nadja, L’amour fou o Arcane 17, de André Breton, pueden presentarse como novelas o como prosas poéticas, pero tampoco se les puede negar su condición de ensayos, pues desarrollan la idea de lo que Breton llama “azar objetivo” y, aun cuando lo hagan con formas eminentemente poéticas, no dejan de ser concienzudas exposiciones sobre la naturaleza de un fenómeno. Mucho más ambiciosa me parece aun, en el ideal de concepción poética del género, la obra de Octavio Paz El mono gramático, la cual explora, con las funciones más elevadas del lenguaje, la naturaleza del lenguaje mismo; en ella, el sujeto que indaga el tema que ocupa sus razonamientos se encuentra en el corazón de lo que busca conocer. La obra trasciende las inquietudes surrealistas, y de su empeño nace un lirismo ininterrumpido que se revela como la única facultad del espíritu capaz de ahondar en esa misteriosa comunión del hombre con la palabra, de la que surge lo que llamamos realidad. 

Y ya que nos hemos metido en el surrealismo, no quiero dejar de mencionar aquí un texto como El mito trágico del Angelus de Millet, de Salvador Dalí, muy alejado en  propósito y estilo de las ensoñaciones de André Breton y Octavio Paz, y que, bajo su aparente inmersión en la maraña del subconsciente, persigue en realidad la reducción al absurdo de una de las formas más extravagantes de la locura moderna. La obra, a la que muchos comentaristas, empezando por Ian Gibson, han tomado completamente en serio ―lo cual certifica el éxito de las intenciones del autor― conforma un hilarante ensayo, no por estrambótico menos genuino, en el que Dalí, simulando el discernimiento de una obsesión paranoica, se divierte hasta la saciedad con su truculenta parodia del psicoanálisis lacaniano. Sus elucubraciones son de una absoluta irracionalidad, pero el hecho de formularlas con plena desfachatez da al libro todo su sentido, pues, como Dalí suele tener por costumbre, procede a la manera de espejo y, por reproducción exagerada del método que finge tomar por modelo, muestra a qué abismos puede llegar lo que el autor refleja sarcásticamente con su iluminada prosa. Un procedimiento no muy distante en el fondo, pero a la manera escandalosa y blasfema que el espíritu surrealista atesora desde sus orígenes dadaístas, de lo que hizo Erasmo en el siglo XVI ―y repitió Jean Paul Richter en el XIX― al encarnarse en el personaje de la Estupidez. 

El ensayo literario, pues, con sus tradicionales atributos poético, satírico, reflexivo, divagatorio, pervive en el surrealismo a pesar de, o precisamente por, la liquidación de los géneros que el movimiento desea imponer. Pervive también, con formas muy diversas, en otros autores que nada tienen que ver con las exploraciones del subconsciente, pero en todos ellos se puede constatar la voluntad de llevar el estilo a un estado cognitivo ajeno a las restricciones formales del pensamiento convencional. En El ángel del señor abandona a Tobías, libro muy singular del novelista, dramaturgo y ensayista Juan Benet, el efecto poético se obtiene mediante el enlace, sin solución de continuidad, de una variación de temas que interesan al autor, concatenados por una imperturbable composición sintáctica ―la misma que Benet usa en sus obras narrativas― de naturaleza hipotáctica y fuertemente digresiva, impulsada en su constante movimiento por una modulación rítmica de efectos magnéticos. Uno lee un libro como este más por el impacto que la musicalidad de la prosa y la audacia de la sintaxis causan en sus sentidos; más por sus estrategias retóricas y sus oscilaciones entre lo poético, lo erudito y lo polémico, que por el interés de los temas que explora en su condición de ensayo, lo cual, lejos de ser obstáculo para el conocimiento, es uno de sus mejores estímulos. Esa es también la naturaleza de las obras de pensamiento de Rafael Sánchez Ferlosio, pues, aunque sus ensayos suelen tener un propósito ideológico, en el sentido menos programático del término, más acentuado y más coherentemente ensamblado que los de Benet ―para quien la divagación estilística parece tener mayor relevancia que el desarrollo de las ideas―, también concede un papel preponderante al ritmo del lenguaje, al placer de la frase extensa, perfectamente reglamentada en su flujo prosódico con sus imprescindibles fugas y contrapuntos, y es esa complejidad sonora de la sintaxis, indistinguible de la precisión argumentativa, pues en ella están los detalles con los que el discurso va dando cuenta de lo que interesa, lo que, al modo emocional de la música, atrae al lector a sus dominios.

En su avatar más reciente, el ensayo que fuerza los límites del género ―lo cual es casi tautológico, pues el género se ha definido en buena parte por la propensión a forzar sus propios límites― no ha producido tal vez obra más audaz que la del neoyorquino Eliot Weinberger. En sus ensayos literarios ―es también autor de ensayos políticos―, Weinberger funde lo poético, lo narrativo, lo histórico, lo antropológico, lo filosófico y lo científico en el crisol de una forma compositiva que, del aforismo a la disertación, de la anécdota al mito, del collage ―la inclusión de textos ajenos― al relato de la propia experiencia, constituye la unidad de un ser que se compone de todos los seres, como Avalokiteshvara, la representación budista de la piedad que, para abarcar el todo, renace con un cuerpo de mil brazos y once cabezas. Esa enorme libertad de composición no está reñida ni con la profundidad ni con el rigor; antes al contrario, las obras de Weinberger consiguen llegar con su aparente caos organizativo a lo más sustancial de los temas que aborda con una erudición fuera de lo común. En su manera de entender el ensayo no dejan de reverberar, por otro lado, los ecos de Borges ―autor a quien, sin haber mencionado en este artículo, no he dejado de tener presente― y de Octavio Paz, ambos traducidos y admirados por Weinberger, y tampoco es ajena a las exploraciones de la conciencia, el pensamiento y la realidad que ya vemos en Elias Canetti, Julien Gracq y otros tantos ensayistas de lo humano que no cito por olvido, desconocimiento o imposibilidad de abarcar todas las maravillas que ha producido el género. 


Foto: Edición francesa de los Ensayos de Montaigne, s. XVI (Musée d’Aquitanie), via Wikimedia Commons