Política

La histéresis

La histéresis es un concepto de la física y la biología trasladado a las ciencias sociales entre otros por el Nobel de Economía Jean Tirole, quien lo definió como el fenómeno por el cual un sistema social tiende a mantenerse en un determinado estado tras la desaparición de la causa que lo provocó. 

Tirole modelizó matemáticamente la influencia de la reputación de un colectivo sobre el comportamiento de sus miembros, recurriendo al concepto de histéresis para formular sus conclusiones. La trayectoria, la fidelidad o el valor de la palabra de un individuo son conocidos, o pueden ser directamente observados, por los pocos con quienes se haya relacionado frecuente e intensamente. El resto de las personas que esporádicamente interactúen con ese individuo se formarán una opinión basándose, entre otros aspectos, en la reputación del grupo o grupos a los que pertenezca. 

Si la reputación grupal es positiva y, por tanto, ese individuo deriva un beneficio de ella, tomará recaudos para confirmarla con su conducta. Aún más: velará para que ningún otro miembro del grupo la perjudique, si es preciso expulsándolo (preciso y posible, cabe añadir, pues hay pertenencias, como la racial, que son, o tal vez pronto haya que decir eran, inamovibles). 

Si, en cambio, la reputación es negativa, y por tanto perjudicial, lo esperable será, en tanto que posible, la salida del grupo. No siéndolo, liberarse de esa reputación supondrá un enorme esfuerzo (por ejemplo, mediante la prestación de garantías adicionales), que sólo será rentable en el infrecuente caso de que se pretenda establecer una relación duradera, lo que los economistas llaman un juego repetido, en cuyo transcurso la conducta sea directamente observable. De lo contrario —el caso más habitual—, el incentivo para desmarcarse es bajo, siendo, pues, lo esperable comportarse de acuerdo con esa reputación, de paso reforzándola (se explica así también una reducción del espectro de conductas imitables). Lo innovador de las tesis de Tirole es lo que, a falta de mejor traducción, se denominará la «dependencia de la Historia» de las reputaciones grupales, que formuló como sigue: «Un evento único y no recurrente que impacta sobre el comportamiento de un colectivo puede impedirle volver a un estado satisfactorio incluso mucho después de que los miembros afectados por el evento hayan desaparecido». De este modo se alcanza la histéresis.

A falta de acción sobre ella, la histéresis se perpetúa. Existen, sin embargo, caminos —Tirole presenta dos— para retornar al estado satisfactorio anterior. Conviene subrayar, antes de entrar en detalles, que histéresis presupone conciencia entre los miembros del colectivo estudiado de justificada mala reputación. Simulando un colectivo con reputación de corrupto, entre cuyos miembros los hay quienes siempre actúan corruptamente, quienes nunca, y oportunistas que a causa de la histéresis se corrompen, Tirole propone dos soluciones. Por un lado, campañas anticorrupción, cuyo número e intensidad dependerá de varios factores. Por otro, perdones, referidos, se sobreentiende, a actos pasados (iniciativa distinta a su despenalización, que igualmente afectaría a los presentes).

El empleo del modelo de Tirole sobre regiones tentadas por la secesión será el objeto de este artículo. Las predicciones que aventura se condicen con lo sucedido en ellas, al menos en el corto y medio plazo, por lo que las políticas que propone (o desaconseja) merecerían ser consideradas. Para este ejercicio es necesario en primer lugar identificar actores y juego. El grupo el comportamiento de cuyos miembros se analizará será el conformado por los políticos nacionalistas, entendido nacionalismo como la problematización de la identidad por ejemplo canadiense, británica o española de los quebequeses, escoceses o catalanes (militancia para cuyo ejercicio no se precisa proceder de esas regiones). Enfrente se hallan los electores, quienes interactúan en el juego electoral con los políticos nacionalistas. En las sucesivas convocatorias, a pesar de su recurrencia, los electores, en general, no deciden su voto por observación directa, esto es, analizando profusamente programa y, si existiera, gestión (hecho de todos modos cada vez más inusual en una época donde la rendición de cuentas se diluye), mediante entrevistas con los candidatos. Al contrario, en la decisión de voto la reputación de candidato y partido adquieren un peso preponderante. 

La construcción de la reputación del catalanismo es un ejemplo que merece ser desmenuzado. Pronto se cumplirá una década desde que el catalanismo se ha asociado, sin ánimo de ser exhaustivo, a la sedición y a la amenaza constante de desobediencia institucional; al jaleo de desórdenes públicos graves y al jaleo en general; a la permanente conversión de elecciones en plebiscitos; al hostigamiento a medios no afectos; a la deshumanización de políticos no afectos; a la pérdida absoluta de la neutralidad administrativa; a la privatización encubierta de la administración autonómica en favor de grupos políticos y su uso contra opositores; a la apropiación del espacio público con fines partidistas; a la idolatría a condenados por terrorismo; a la arrogación de la representación ideológica de los miembros de colegios profesionales, universidades y en general de asociaciones sin fines políticos; a la mofa y al desprecio de los poderes y símbolos del Estado; a las declaraciones supremacistas y al omnipresente asco hacia España, presentada como ente ontológicamente franquista desde los tiempos de Atapuerca. Sin duda y sin llegar al paroxismo del caso catalán, el nacionalismo ha protagonizado episodios profundamente convulsos tanto en Escocia como en Quebec, región esta última que por dos veces tuvo que enfrentarse al trance de un referendo de secesión, o cuasi, convocado unilateralmente por el gobierno provincial. También el gobierno escocés genera más inestabilidad publicando recientemente un borrador de ley para la convocatoria de un nuevo referendo de secesión, fresco aún el de 2014, desconociendo siquiera si contará con la habilitación de Londres. 

Con sus pocos o muchos excesos, para el nacionalismo hegemónico todo ello fragua una excelente reputación que otorga las credenciales de auténtico demócrata. No cabe sino esperar la reiteración y la radicalización de esas conductas mientras reine este convencimiento, así como la ridiculización y el ostracismo para quienes la ensucien sea por el atrevimiento a discrepar o sea por otras conductas, como aviso a navegantes. Muy conocido es por ejemplo el aislamiento al que se ha intentado someter a Alex Salmond, finalmente absuelto de todos los cargos a los que se enfrentó, en su opinión una conspiración para destruir su carrera orquestada desde el propio Partido Nacionalista Escocés, que tanto le debe. Menos lo es que nacionalistas catalanes que se apartan de las prácticas antes citadas sean saludados como «ratas». 

Por otro lado, los pocos o muchos nacionalistas que concluyan que dividiendo sociedades e ignorando las leyes se labran una reputación perniciosa, disponen de tres opciones. La primera, renegar de sus ideas a causa de los medios que otros en su nombre emplean, empresa nada fácil, ni en el plano político ni en el sentimental. La deserción. La segunda, como se mencionaba en el párrafo anterior, el ostracismo. La tercera, para quienes, sin abandonar el nacionalismo, no se atrevan a apartarse de sus modos hodiernos, o no puedan porque, por ejemplo, pagarían un peaje personal o profesional por ello (o, expresado en términos más económicos, para quienes la inversión no reditúe), consiste en la imitación, el aplauso, o al menos el silencio ante esas prácticas. La histéresis. 

De este modo, sea por gusto o con disgusto, se consolida la práctica política del nacionalismo. Mientras prevalezca la percepción de que cuanto ha hecho y hace construye una óptima reputación, no hay palo que blandir ni zanahoria que encurtir al alcance de los gobiernos centrales. Todo será en vano. De este modo se halla en el modelo de Tirole un refuerzo a las objeciones que Stephane Dion, padre de la Ley de Claridad canadiense, esa que se aprobó para dificultar futuros referendos, planteó contra lo que bautizó como «política de contentamiento». Tal política consiste en transferir más poderes y recursos, con la esperanza de que una gran mayoría de los habitantes de la región en cuestión queden satisfechos. Dion enumeraba de forma muy concisa esos riesgos: «Induce una lógica de concesiones que puede hacer perder de vista el bienestar y los intereses de los ciudadanos. Corre el riesgo de banalizar la secesión y la ruptura que esta representa. Puede suscitar celos entre las regiones, así como confusión y hastío entre los ciudadanos. Corre el riesgo de descargar en los líderes secesionistas la obligación de justificar su proyecto». Se explica así, por ejemplo, que la retirada por parte de John Major de la polémica poll tax de su predecesora, Margaret Thatcher, quien pretendió además implementarla en Escocia, tras años de dolorosa transición económica, antes que en Inglaterra, no detuviera al incipiente nacionalismo escocés.

Tampoco sería mucho más halagüeño el panorama si el nacionalismo tomara conciencia de su mala reputación, esto es, en la hipótesis de histéresis. Con independencia de cuál sea el evento único y no recurrente, exógeno o endógeno, al que se atribuya expansión y/o radicalización, su reversión no retrotraerá a la región a su situación anterior. Así, por ejemplo, ninguna reparación, si es que fuera posible, de las consecuencias de la aplicación de la Ley de Medidas de Guerra, ordenada en 1970 por Pierre Trudeau tras los secuestros perpetrados por un grupúsculo terrorista quebequés, habría evitado los dos referendos. Tampoco surtiría efecto una mayor participación del gobierno escocés en los ingresos que generan los hidrocarburos del Mar del Norte. Nada cambiaría aun cuando la primera generación de líderes haya desaparecido, como predice el modelo de Tirole. 

No obstante, la toma de conciencia de mala reputación constituye el primer paso para la mejora de la convivencia. El caso catalán es, de nuevo, paradigmático. La sincera consideración del imperio de la ley como bien público solo puede proponerse desde el interior del catalanismo. Sincera: lo que equivale a sin estímulos, prebendas o acicates exógenos. Hoy en día esa salida ni siquiera se atisba. Sólo a continuación estaría llamado a actuar el Gobierno central. Sustituyendo «corrupción» en el modelo de Tirole por «desobediencia», quedarían en sus manos, en función de las circunstancias, tanto un ciclo de campañas antidesobediencia como indultos.  

La etimología de histéresis se remonta al griego clásico, significando «retraso». Precisamente con retraso actúan quienes aún sostengan que lograrán la vuelta del nacionalismo a un acatamiento sin reservas del ordenamiento jurídico a cambio de lo reclamado hace décadas u hoy. Desandar ese trecho para abrazar la legalidad, no solo someterse a ella, es tarea exclusiva del nacionalismo. Yerran quienes defienden que desde fuera se puede estimular la recomposición de su reputación. Salvo, claro está, que quieran perder la propia.


Foto: Curva aguda de la histéresis, via Wikimedia Commonns