Política

El punto ciego judío

La dedicación de nuestra época a la denuncia de agravios identitarios y al reconocimiento de colectivos —un empeño que se afirma a sí mismo en tanto más exhaustivo es— invita a especular sobre el carácter sospechoso de sus negligencias. Cuesta creer que, en tiempos de hipersensibilidad a la discriminación, el descuido de un grupo identitario concreto sea accidental. En un estado obsesivo de búsqueda de colectivos a los que victimizar, resulta inevitable pensar en la conveniencia de ciertos ángulos muertos, máxime si el colectivo que se sitúa en ese punto ciego es uno de los más agraviados de la historia. En efecto, es únicamente a trasluz de la sospecha que cabe valorar el modo en que los portavoces de las políticas identitarias soslayan cualquier tipo de mención al antisemitismo. Aunque tampoco habría que sospechar tanto: no cabe duda de que el identitarismo político ya hubiera reivindicado la causa judía si tuviera algún interés en ello.

Los hechos, sin embargo, apuntan en otra dirección. Y es que, en esta batalla por la compensación identitaria que la izquierda radical estadounidense se ha propuesto llevar a cabo, el semitismo no sólo no forma parte de sus planes, sino que se manifiesta como uno de los problemas. Una vez más, la cercanía de los extremos se hace patente. Pues, si bien no sorprende que la ultraderecha no falte a la tradición de diseminar el odio a la supuesta conspiración judía, se esperaría más, en cambio, de una izquierda que, ya no es que haya abandonado la confrontación con el antisemitismo, es que abraza a placer algunas de sus consignas y discípulos. Naturalmente, no iban a ser sino las políticas identitarias las que proporcionaran el fundamento para justificar el abandono y desprecio al judaísmo. Un abandono, cabe insistir, perpetrado por un movimiento político predominantemente afectivo, adalid de la sensibilidad sin razones, cuya incondicional empatía hacia todo colectivo oprimido habría que negar, como excepción, a los judíos. La razón, manipulada al antojo de la ideología, sería bien sencilla, toda vez que, de acuerdo a las disposiciones de la izquierda del marxismo cultural estadounidense, la judía no sería una minoría discriminada. El procedimiento lógico tras el razonamiento lo ilustra bien la controversia que protagonizaron, en octubre del pasado año, Bari Weiss, ex articulista del New York Times, y la académica Natalie Hopkinson, autora de un artículo publicado en el mismo periódico en el que celebraba el 25 aniversario de la Marcha del Millón de Hombres. Weiss, judía y liberal crítica con la izquierda radical estadounidense —postura que le valió su dimisión como articulista del Times—, reprochó a Hopkinson que en su artículo omitiera toda mención al pasado antisemita de Louis Farrakhan, líder de la marcha que se conmemoraba. La respuesta de la autora, académica especializada en identidad cultural, género e historia poscolonialista, fue especialmente reveladora. Escribió en Twitter: «La gente que se ha vuelto blanca no debería dar lecciones de opresión a los negros». Se refería con ello a los judíos, que en algún punto de la historia habrían transitado el camino a la liberación que supone ser blanco, para más tarde devenir en cómplices de la opresión que supone esa misma condición de blanco. Siguiendo esa lógica, parecería que los grupos de opresión son meramente fluctuantes; que el foco de la opresión se desplaza al ritmo de las desigualdades y que, por lo tanto, el día en que los negros adquieran niveles de bienestar y desarrollo más elevados —a la manera de pensar de Hopkinson: cuando los negros se vuelvan blancos— podrían pasar a desempeñar también el rol de opresores. Aunque tal vez solo sea, a fin de cuentas, que los judíos, al ser indistinguibles de los blancos por su color de piel —una concepción reduccionista y equivocada—, no merecen el reconocimiento de su diferencia. En realidad, el artificio argumentativo no tiene mayor sostén que el del activismo ideológico. La adhesión a la causa ampara la ceguera selectiva y exime del remordimiento. A la postre, si la ideología progresista estadounidense se ha vuelto cada vez más hostil respecto a minorías con mayores índices de progreso social, como la judía, es porque estas no encajan en la narrativa del racismo sistémico que fomentan. En la medida en que las políticas identitarias ponen el foco de la opresión en el origen material de las desigualdades, aquellos colectivos propensos a disponer de garantías económicas quedan fuera de toda consideración. Son inmunes al odio. El privilegio económico, pues, termina convirtiendo al colectivo judío en el blanco de un nuevo odio de clase. A pesar, incluso, de que los datos sobre distribución de riqueza global según adscripción religiosa sitúen a los judíos en último lugar, por detrás de los cristianos, los musulmanes y los hindúes. Un odio, pues, que se añade al ya existente en los prejuicios religiosos, étnicos y culturales que las políticas identitarias desatienden.

La omisión, se mire por donde se mire, solo puede ser fruto del interés, si bien el reconocimiento del antisemitismo sería una postura problemática para la narrativa de las políticas identitarias. Sobre todo en los Estados Unidos, donde la población judía prosperó exitosamente, el siglo pasado, gracias a la sistemática indiferencia del gobierno de la nación por la cuestión racial. Pero en el relato identitario de la izquierda progresista actual, el mundo es un juego de suma cero y las desigualdades solo pueden ser fruto de un reparto injusto de los bienes. Dicho de otro modo: el avance de unos se construye sobre el retroceso de otros. En vista de lo cual, el éxito de algunas minorías como la judía —que, en contraposición a la afroamericana, tiene proporcionalmente más representación en los altos estamentos sociales— tan sólo podría explicarse por medio de un afán oculto de perpetuación de su privilegio.  En la visión de la sociedad de las políticas identitarias, la justicia sólo se alcanzaría cuando las oportunidades, los puestos de trabajo y los cargos de mando se repartieran de manera proporcional a la representación que cada grupo identitario tiene en el conjunto de la sociedad. A lo que habría que aspirar, como es sabido, es a la igualdad de resultados antes que a la de oportunidades. Por este motivo, la política debería intervenir en el desarrollo de las minorías infrarrepresentadas a través de una discriminación de grupo positiva que rectifique las desigualdades existentes. La deducción que se sigue, tirando del hilo argumental de la ideología, exhorta a pensar que aquellos grupos con mayor representación en el poder y las élites estarían moldeando la política para el beneficio de los suyos. Conjuradas secretamente, las élites alimentarían su poder y privilegio a expensas de los grupos más desfavorecidos. El supuesto, que encaja en la mejor tradición de la teoría conspirativa, reduce las conclusiones del análisis materialista al mismo nivel de confabulación que se encuentra en la extrema derecha. La notoriedad del colectivo no sería sino fruto de su mendacidad y nada tendría que ver con los valores, la cultura y las conductas generalmente asociadas al grupo. Las políticas identitarias, en definitiva, ahogan el talento y la iniciativa individual porque niegan que el éxito pueda resultar de ellas.

Lo cierto es que el exitoso desempeño de los judíos en las altas esferas de la cultura, la ciencia o la política es un hecho contrastable desde aproximadamente los inicios del siglo XVIII. Sin embargo, cuando el periodista conservador Bret Stephens publicó en 2019 un artículo en The New York Times donde afirmaba que la razón de la notoriedad del grupo era atribuible a elementos particulares de la cultura judía, le llovieron las críticas y apelativos de eugenista. Su argumentación, pese a todo, tenía el respaldo de distintas investigaciones científicas que constatan los mayores niveles de inteligencia que de promedio se encuentra entre los judíos de etnia asquenazi. A este respecto, Charles Murray —autor del best-seller The Bell Curve, un estudio sobre la inteligencia humana— dedicó en 2007 un extenso artículo en la revista Commentary, titulado Jewish Genius, donde repasaba la principal bibliografía científica sobre el asunto. En el ensayo descubría cómo, desde el inicio de la Emancipación en 1800 —cuando termina el aislamiento de los judíos en comunidades, se reconoce su ciudadanía y se permite su acceso a las instituciones educativas—, la representación judía en los altos círculos de las ciencias y las humanidades no tarda en incrementarse considerablemente, llegando a su máxima expresión durante el siglo XX, cuando los judíos, siendo una décima parte del 1% de la población mundial, representan el 32% de los galardonados con el Premio Nobel. En paralelo a tantos factores como se quiera pensar —argumenta Murray—, la inteligencia debe ser por fuerza uno de ellos. En un determinado punto, el autor lo expresa con contundencia: «Un judío [asquenazi] seleccionado al azar tiene una probabilidad más alta de poseer ese nivel de inteligencia [más elevado] que un miembro seleccionado al azar de cualquier otro grupo étnico o nacional, con mucha diferencia». Y en relación con el origen de este mayor desarrollo intelectual cita el estudio Natural History of Ashkenazi Intelligence (2007), publicado en el Journal of Biosocial Science por Cochran, Hardy y Harpending. La tesis, sin pretender trascender el ámbito de la especulación razonable, argumenta que las restricciones en el acceso al trabajo que se permitía a los asquenazis, que solamente podían ejercer profesiones vinculadas al comercio y las finanzas, habrían tenido un papel fundamental en el desarrollo de facultades cognitivas que profesiones como la agricultura, la ganadería o la artesanía, a las que estaban más asociados los judíos sefardíes y orientales, no potenciaban en el mismo nivel de exigencia. Asimismo, esta y otras exposiciones ambientales habrían reforzado la elevada inteligencia verbal y numérica que, en detrimento de las habilidades visuales-espaciales, con mayor frecuencia se registra en el grupo étnico.  

Sin lugar a dudas, la idea del éxito como resultado de la reacción del individuo y su grupo a la variedad de factores culturales, ambientales, económicos e históricos con que se relaciona, constituye una explicación no sólo más plausible, también infinitamente más rica e interesante que la de la burda conspiración del poder. Pero, en tanto nuestra época siga con su empeño de victimización, el éxito será siempre visto bajo sospecha. Así, el progresismo estadounidense, en su afán de arrogarse la representación y defensa de las víctimas del capitalismo, ha optado por situar el semitismo en el lado de los opresores. La caracterización del colectivo en tanto blanco, rico y poderoso, una estereotipación que en absoluto agota la realidad judía, constituye un prejuicio con resonancias en el antisemitismo de la extrema derecha, del islam y, antes incluso, del estalinismo y el fascismo. Tampoco podía coger a muchos por sorpresa. Nuestra extrema izquierda ya hace tiempo que se manifiesta abiertamente en estos términos en relación con su postura sobre Israel. La condena al sionismo en tanto que estado colonialista, asesino y responsable de un apartheid encuentra demasiados adeptos en las filas de la izquierda radical de nuestro país. Tal vez sea, al fin y al cabo, porque el desprecio a Israel no es otra cosa que el desprecio a la democracia y al liberalismo.


Foto: Manifestación contra el antisemitismo en el Reino Unido, via Creative Commons.