Será singular la memoria que quede de la Guerra Fría si la sustentamos leyendo al recién fallecido John Le Carré. Nunca se le perfilaba con claridad en el lado del telón de acero en el que trabajó para el espionaje británico y que luego le aclamó como autor de novelas de espías. Se le veía más en tierras de nadie, practicando el merodeo moral en la línea de sombra del Checkpoint Charlie en el Muro de Berlín, a punto de considerar que daba casi lo mismo estar con la libertad que con el totalitarismo porque el espionaje era un oficio de ambigüedades. Algo parecido le pasó a Graham Greene. De uno u otro modo, siempre estuvieron fascinados por aquel Philby que se fue a vivir a Moscú traicionando todas sus lealtades. Resquebraduras del viejo Establishment británico. ¿Por qué Le Carré esperó a estar ya más allá de la postguerra fría para confesar como si nada que también había considerado pasarse al otro lado? No faltará quien suponga que, al declararlo en su día, como de otro modo fue el caso de Anthony Blunt —espía durmiente que llegó a dirigir la pinacoteca de Buckingham Palace— fue porque se supo sujeto a algún cepo del pasado, tal vez a punto de ser reconocido públicamente por un lapsus de aquellos años, aunque poco importaría ya, dado que un exagente del KGB manda en la Rusia post-comunista. Había algo en la indignación moral de Le Carré —siempre bestseller de primera, narrador muy eficaz— que olía a material averiado, a culpa que vegetaba productivamente en el barrio «progre» de Hampstead. Resulta que si no se pasó al otro lado del telón de acero fue por una timidez que le salvó del antojo. Fue una fruslería por parte de quien estuvo durante años aleccionándonos sobre los males de la Guerra Fría, y de casi todo, incluida la industria farmacéutica y el canal de Panamá. En las cumbres borrascosas de su superioridad moral, Le Carré fue tan ambivalente que haberse traicionado a sí mismo carecería de novedad. Lo malo es que haya traicionado a George Smiley —su mejor personaje, la contrafigura del soviético Karla— a posteriori, como un topo vergonzante.
El viejo George Smiley, siempre apesadumbrado por las infidelidades de su esposa, anduvo buscando por los largos túneles del espionaje británico la huella de un topo soviético. Tantos espías llegaron del frío para ejercer la duplicidad y la alta traición. Con los años, Le Carré se empeñó en trazar tantas equivalencias entre los dos ejércitos silenciosos de la Guerra Fría que acabó en cierto extravío. El KGB soviético a menudo consiguió infiltrar sus agentes en los servicios de inteligencia del mundo libre. Hubo no pocos topos en aquella guerra que más o menos acabó con la caída del muro de Berlín. Persistió la leyenda de que el personaje de Smiley estaba basado en la figura de Maurice Olfield, director general de MI6. Sir Maurice Olfield. Es decir, «C». A Olfield también se le había atribuido el molde para el «M» que en las novelas de Ian Fleming dirige las aventuras de James Bond y tiene por secretaria a la encantadora Moneypenny. Luego resultó que el referente de «M» era Maxwell Knight, considerado un maestro de espías. Le Carré, como no podía ser menos, negaba que Smiley tuviera que ver con la realidad biográfica de Oldfield. A lo sumo concertó un almuerzo entre «C» y Alec Guinness, cuando el actor preparaba la serie de televisión a partir de las novelas entrelazadas por el personaje Smiley. Lo cuenta Richard Deacon en su biografía de Oldfield. En Gran Bretaña, incluso los espías tienen biografía, a diferencia de otros países en los que solo disponen de biógrafo las cupletistas y los jugadores de fútbol. Es curioso: Oldfield le dijo a Guinness que su libro predilecto eran las Confesiones de San Agustín. Lectura aleccionadora y desinfectante para un espectador activo de tanta desinformación, doble juego y ambigüedad humana.
Foto: John le Carré en el Zeit Forum Kultur de Hamburgo en noviembre de 2008, via Wikimedia Commons