Pensamiento, Política

Ese maldito genio resentido, Jean-Jacques

El pasado tiene ecos de resonancia y las ideas de ese genio resentido, Jean-Jacques Rousseau, siguen configurando el imaginario colectivo. Este petit bourgeois de Ginebra se enfrentó a la sociedad de su época y a pensadores ilustrados como Voltaire, quien lo caricaturizó como un «vagabundo al que le gustaría ver a los ricos robados por los pobres». Se ha dicho que Rousseau es «el protagonista central de la revuelta antielitista que actualmente reconfigura nuestra política» (Pankaj Mishra) y un profeta del totalitarismo (Jacob Talmon, Isaiah Berlin). Para madame de Staël, «Rousseau no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo». Berlin se pregunta en La traición de la libertad dónde radica la inmensa influencia y centralidad de las ideas de este pensador, y concluye que fue la singularidad o el atrevimiento de Rousseau de denunciar a las élites ilustradas lo que «afectó profundamente la conciencia del siglo siguiente». Todos los pensadores del siglo XIX o del siglo XX que son abiertamente antintelectuales y en cierto sentido anticulturales, para Berlin son descendientes naturales de Rousseau; llega a mencionar entre sus herederos a «dictadores révolté», «petit bourgeois agresivos», «filisteos de la cultura» a quienes Nietzsche llamaría Kulturphilister [pensadores como el propio Nietzsche], dictadores… «Esto es lo que lo hace (…) pionero de tantos otros movimientos del siglo XIX: del socialismo y el comunismo, del autoritarismo y el nacionalismo (…) casi de todo, salvo lo que podría llamarse la civilización liberal, con su exigente amor a la cultura» (Berlin). 

Al exhortar la búsqueda de la riqueza junto a la búsqueda del conocimiento, Voltaire y otros ilustrados habían apostado por la libertad individual, la «emancipación» del hombre mediante una mayor riqueza y sofisticación intelectual. Veían la ciencia y la cultura como una liberación de la humanidad tras siglos de sumisión a la religión. Contra esta revolución moral e intelectual, Rousseau lanzó una contrarrevolución antiilustrada y antilelitista. En su opinión, la clase intelectual y tecnocrática recién emergente hizo poco más que proporcionar una cobertura literaria y moral para los poderosos y los injustos. Hoy podemos observar el regreso de estas posiciones rousseaunianas. Los enemigos del positivismo racional-pinkeriano, los soberanistas, los anticapitalistas, los movimientos identitarios… han heredado de Rousseau ideas como que la sociedad pervertiría a los hombres, y ponen en duda la idea de progreso centrándose en una metanarrativa en torno a la desigualdad y la injusticia social.

Paradójicamente, muchos de los que promueven estas narrativas son miembros de las élites, que hoy se sobreproducen a través de la movilidad ascendente económica y educativa. Peter Turchin analiza cómo la propia dinámica de la «competencia intraélite» genera el modelo de liderazgo antielitista, ya que suelen buscar aliados en los colectivos promoviendo una poderosa narrativa que se centra en sus agravios sociales y culturales. El modelo de liderazgo antielitista es más popular en tiempos de crisis porque canaliza estallidos de descontento y reivindicaciones sociales de estos colectivos. «Si el nivel de vida de las personas desciende, no en relación con las élites, sino en relación con lo que tenían antes, aceptan las propuestas de las contraélites y comienzan a engrasar los ejes de su caída» (Turchin). Una vez instaladas en el poder, estas élites populistas subvierten cada vez más las reglas del compromiso político y de la democracia liberal. Sobre la base de sus doctrinas, realizan una revisión radical de la democracia y de la sociedad, que normalmente gira en torno a una visión reduccionista obsesionada con el poder y los agravios sociales. Todo lo abarcan y lo simplifican, y aunque pueden proporcionar ideas nuevas y valores genuinos sobe el papel, estas ideas trabajan como sobresimplificadores de la realidad; deforman los hechos. 

Debemos observar los nexos entre las pautas intelectuales, psicológicas, de los ciudadanos y sus sistemas culturales y políticos. Es contraproducente desestimar las expresiones culturales o identitarias y las aspiraciones sociales que degeneran en estos tipos de liderazgo populista y carismático. Bajo su potencial revolucionario y destructivo, puede detectarse una línea delgada que une la tentación hacia liderazgos carismáticos propios de las revoluciones del siglo XIX y los –ismos del siglo XX con el populismo identitario de hoy; la insistencia en una visión reduccionista, la instrucción moral, la degradación del lenguaje o el culto a la personalidad del líder son algunos de los indicadores más preocupantes que se observan hoy. 

Igualmente, no debemos desestimar que el acto de construir narrativas populistas y visiones reduccionistas es, también, un ejercicio de poder, de unas determinadas contraélites que aspiran a representar la voz de los que no tienen voz. Estas metanarrativas se envuelven en las vestiduras de la democracia del pueblo, en la voluntad de satisfacer las demandas sociales y en la apelación constante a la injusticia social. Paralelamente, estos valores y sensibilidades encuentran resonancia y aliados en la nueva religión del posmodernismo, que apuesta por desmantelar el «poder y privilegios perpetuados» de un sistema opresor y corrupto; y promueven políticas identitarias. La relación que se establece entre el populista y el colectivo identitario desemboca en una suerte de «populismo identitario».

El populismo identitario abusa de la demagogia sentimental; ofrecen grandes dosis de idealismo, un elemento de teatralización y de drama, discursos grandilocuentes, grandes simplificaciones… Los jacobinos, Robespierre, Mussolini, comunistas y podemitas, todos ellos, al igual que Rousseau, desarrollan el mismo argumento: los hombres necesitan un líder carismático que les represente y les muestre el camino del paraíso en la tierra. Para Berlin, «esta es la doctrina central de Rousseau, y es una doctrina que conduce a la auténtica servidumbre», ya que por alguna siniestra paradoja, esta es una cosmovisión que siempre ha allanado el camino a los enemigos de la libertad. «Por este camino, que parte muchas veces de la deificación del concepto de libertad, alcanzamos gradualmente la noción de despotismo absoluto». Parece pertinente constatar que estas ideas están muy vivas en la esfera del pensamiento abanderado por populistas (elites-contraélites), y por muchos pensadores posmodernos, y que pueden triunfar si consiguen crear una versión buenista alternativa a la democracia liberal y logran constituirse como garantes de la igualdad.


Foto: Maurice Quentin de La Tour, Retrato de Jean-Jacques Rousseau, via Wikimedia Commons