La diplomacia acaba siendo intemporal en el sentido que el double entendre y la simulación pueden ser usadas a semejanza de las armas en cualquier tipo de guerra, tan nobles y arteras como el arte de mentir en beneficio del Estado, lo que es una tradición de siglos por lo menos desde el Egipto de los faraones a la corte de Putin, con momentos tan sutiles como Roma, Bizancio o Venecia. Crece a la sombra de la guerra, tiene como deleite propio la pompa y la circunstancia, se nutre de la ambigüedad y también de la ceremonia, al modo de una hiedra que sostiene tratados endebles y alianzas fugaces. Como diplomacia, la borrosidad semántica ayuda a esquivar conflictos o a camuflarlos, y fracasa cuando los agrava. Ahora mismo, viejas nieblas diplomáticas cubren los pasos que se dieron al final de la Guerra Fría: ¿dio Occidente garantías a Moscú de que la OTAN no se expandiría hacia el Este? Todo, naturalmente, a sabiendas de que es inútil y poco profesional querer saber por completo las causas de algo que aconteció fatalmente en el desconcierto de las naciones. Lo permanente es atender a las leyes de la necesidad y no gastar el tiempo esperando el alumbramiento de la libertad. Para eso entra en la paga someter la propia conciencia moral a los intereses de Estado, porque el peso de la Historia así lo dictamina y no hay que resistirse a la Historia sino actuar en sus repliegues.
En las páginas de En busca del tiempo perdido, el paradigma de diplomático es el marqués de Norpois quien, no por estar en proceso de fosilización, deja de tener todavía presente cómo presentar sus credenciales ante los señores del mundo y el modo de enrarecer el lenguaje para no ser comprendido hasta que los acontecimientos, por azar, convengan en darle la razón. Sin más voluntad que la de medrar y adaptarse al color de la pared, viene a ser un maestro de la diplomacia pasiva —intemporal por definición—, a veces la mejor solución cuando hay que dejar que un conflicto se pudra del todo, negociar sin saber qué o sostener un statu quo sin fundamento. Y es en personajes como Norpois en los que Proust explaya ese sentido de la comicidad que sus devotos más manieristas no le aceptan. Muy raramente vemos a Norpois en acción, sino en esos momentos de letargo en los que el caparazón del galápago se endurece. Norpois es amigo del padre del protagonista de En busca del tiempo perdido. Ha sido ministro plenipotenciario antes de la guerra de 1870 y representante en Egipto. Visita siempre tediosa —para Odette, «aburrido como la lluvia»—, de lenguaje rarefacto, pasa por alguien que da buenos consejos para jugar a la Bolsa. Su notable fortuna le avala. Siendo el caso Dreyfus el péndulo de la época, Norpois es un antidreyfusard rabioso. El joven narrador proustiano le agradece que haya persuadido a su padre para que pueda proponerse ser escritor, pero con una ruindad muy propia, porque, además de insinuarle que el modelo adecuado es el autor de un estudio sobre el fusil de repetición en el ejército búlgaro, luego no le echa una mano para publicar en la gran Revue des Deux Mondes. Para quedar bien alaba uno de sus poemas en prosa y a sus espaldas le llama «halagador semihistérico». Desprecia al escritor Bergotte y la originalidad «apestosa» de Swann. Es el pequeño Marcel camuflado de narrador —o al revés— quien observa al viejo diplomático de barba blanca —y siempre apuesto— en el comedor de su hotel en Venecia, a la mesa con su viejo amor, Madame de Villeparisis, triste y fatigada por los años, marcada por un eczema llamativo, con aspecto de «vieja portera». Aquel Norpois terminal vive consumido por no haber podido ejecutar sus ambiciones. Sumado a su senilidad y acritud, su lenguaje diplomático carcomido le precede en los salones como una bruma tóxica. De todos modos, todavía espera que un gobierno recurra a sus saberes. De hecho, aspira a representar a su país en Constantinopla. Entonces dice Proust que la vejez nos hace incapaces de emprender pero no de desear. Proust escribe incluso un pastiche del lenguaje diplomático ya anacrónico, pero de tono sagaz, que Norpois usaba en sus artículos de prensa, donde recurre profusamente al condicional y muy poco al indicativo. La vejez de Norpois no deja ser el mismo circunloquio de toda su carrera a la que Proust —magnánimamente— compara con ciertos músicos en declive por la edad que hasta el último momento, y más que nunca, tienen una virtuosidad perfecta para la música de cámara.
Aunque sin la magnitud ambigua de Norpois, la vivacidad del joven diplomático ruso Bilibin en Guerra y paz anima cualquier conversación inteligente, por fuerza cínica, en tiempos trágicos para la Rusia amenazada y luego invadida por Napoleón. Tolstói le da a Bilibin la facultad de revolotear por salones y embajadas como un felino del ingenio. El príncipe Andrey Bolkonski está al lado del general Kutuzov cuando el ejército austríaco es derrotado por Napoleón en la batalla de Ulm. Inglaterra, Suecia, Austria y Rusia se habían agregado en la tercera coalición contra Bonaparte. Los austríacos, erróneamente, se enzarzaron en el combate contra la Grand Armée sin esperar la llegada del contingente ruso. Esa es una página curiosísima porque —según los historiadores— si hubo falta de sincronización fue porque Austria usaba el calendario gregoriano y los rusos, el ortodoxo. Entre las innumerables chapuzas que detalla la historia militar, esta tiene excusa. Como contraataque, Kutuzov llega por Polonia, atraviesa el Danubio y castiga efectivamente el flanco francés. Envía a Bolkonski a contárselo al emperador de Austria, que está en Brno, hoy República Checa. Es entonces cuando pasa unos días con Bilibin, precisamente cuando Napoleón toma Viena. Bibilin, soltero, tiene treinta y cinco años. Había ingresado en la diplomacia a los dieciséis. Su éxito era notable, en París, Copenhague y luego en Viena, donde había conocido al príncipe Andrey. Deducimos que era listo e inteligente a la vez, con agudeza expresiva, apreciado por sus superiores. En un retrato tan perspicaz como breve, Tolstói explica que Bilibin no pertenecía al gran número de diplomáticos que para ser considerados buenos solo deben tener cualidades negativas: abstenerse de ciertos actos y hablar en francés. En la línea del absurdo está el relato de cómo tres mariscales de Francia —gascones, subraya Tolstói— toman el puente «minado y contraminado» con solo izar un pañuelo blanco y tomar por sorpresa el destacamento austríaco de vigilancia. Ese es a menudo el sustrato de la diplomacia: una oquedad aparentemente inofensiva que luego, quizás por azar, presta servicios a la nación, simplemente estando allí, como una tontería. En parte, eso le reconoce intemporalidad al quehacer diplomático. Desde este punto de vista, Bilibin es un caso distinto pero converge en un rasgo imprescindible, que no le importe el «para qué» —dice Tolstói— sino solamente el «cómo». En fin, no es lo mismo dar clases de diplomacia que practicarla allí donde te destinen. Retazos de los epigramas que desprende la conversación de Bilibin chisporrotean con elegancia en los salones de Guerra y paz. Era ese esprit que el nuevo mundo había finiquitado. Si acaso lo preservaban Bilibin y sus amigos —les nôtres—. El diplomático, con todo su ingenio, propone dirigir una carta a Napoleón como chef du gouvernement français. Más tarde, en San Petersburgo, Bilibin sigue triunfando en todos los salones y guarda sus mejores mots para decirlos ante la condesa Bezujova, esposa infiel del gran Pierre Bezujov. De Guerra y paz a En busca del tiempo perdido todo sigue igual, menos que más, como las piedras de Venecia.
Ilustración: Diplomático inglés. English Diplomat, from World’s Dudes series (N31) for Allen & Ginter Cigarettes, 1888, via Openclipart.