Política

Democracia, transparencia y distopía

Hay una frase que suelo repetirles a mis alumnos cada nuevo curso (y que últimamente no acaban de entender, pues los de ahora, para mi asombro del tiempo, han nacido en el siglo XXI). Se trata de una agudeza típica del Felipe González más inspirado y lúcido, quien, a comienzos de los años ochenta, recién llegado a La Moncloa como presidente del Gobierno, afirmó que prefería morir tiroteado en el metro de Nueva York antes que fenecer de aburrimiento en las calles de Moscú. Para quienes hemos nacido en la segunda mitad del siglo XX, para aquellos que hemos crecido —no solo física, sino material e intelectualmente— con la democracia liberal, no hace falta explicar qué quiso decir el líder socialista con aquel apotegma que, de un modo claro, enfrentaba dos modelos de vida: los EE UU vs. la URSS. Eran los duros años de la Guerra Fría, aún con el Telón de Acero en pie. Desde entonces hasta ahora han llovido décadas de historia, y de aguacero en aguacero se ha formado un río poderoso en cuyas aguas turbulentas navegamos se diría que de forma irremediable. Son varios los factores que en los últimos tiempos vienen erosionando las democracias occidentales más avanzadas: el episodio del asalto al Capitolio el pasado 6 de enero o la violencia desatada recientemente en las calles de Barcelona motivadas por la detención del «rapero español» (Wikipedia dixit) Pablo Hasél no son sino muestras, sin duda preocupantes, de un fenómeno global que tiene como fermento común la desconfianza en las instituciones y, derivada de esta suspicacia, la incertidumbre respecto al futuro inmediato. Acá en España, el rey emérito se ha convertido en el foco de todas las miradas, sin darnos mucha cuenta de que se trata de un recurso metonímico: en realidad, no es el exrey Juan Carlos I sino la Corona la pieza que quieren cobrarse quienes, desde una posición esquizofrénica, desean al mismo tiempo ocupar puestos representativos del Estado y dinamitar las instituciones. Ello no es óbice, sobra decirlo, para que cualquiera que haya socavado la ley, en la forma y el grado que sea, deba ser puesto a disposición de la justicia, desde el rey hasta el último vasallo (no es un desliz anacrónico usar el término «vasallo»: a fin de cuentas, somos unos «esclavos ilustrados», como defendía Francisco Umbral en uno de sus memorables artículos).

Algunos conversos que andan disfrazados de salvapatrias creen haber encontrado la receta mágica para curar los males que amenazan a nuestras democracias: la transparencia. Creen poder arreglar el problema sancionando toda clase de leyes de transparencia que cabría aplicar, desde luego, y antes que nada, a la Corona, pero también a la financiación de partidos, al patrimonio de la clase política, a la preservación de los secretos de Estado (que algunos han convertido en el Leviatán de nuestros días, acicateados por el caso Wikileaks), a los protocolos policiales (ahora que en Cataluña los Mossos d’Esquadra están en el ojo del huracán apocalíptico del independentismo, y a pesar de que los signa iudicii están más del lado de los antisistema anarquistas que de las fuerzas de seguridad, si atendemos al número de heridos de un lado y del otro: ¿no son también trabajadores sindicados los policías?). Una sociedad más transparente es una sociedad mejor, postulan los altos legisladores de la verdad, esos jueces improvisados y siempre dispuestos que deambulan, atentos, vigilantes, por el espacio común compartido de las democracias. Sin embargo, en su breve ensayo La sociedad de la transparencia (MSB Matthes&Seitz Verlag: Berlin, 2012), el filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos avisa de la perversión que engendraría, que está generando ya, una sociedad que pretende a toda costa implementar la transparencia absoluta, pues ello derivaría de forma inevitable en una sociedad hipercontrolada donde los vigilantes y los vigilados son indistinguibles. «La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, se apoya en el control», afirma Han. Hay motivos más que sobrados para exigir mayor transparencia, dirán algunos, con razón. Sin duda, la transparencia es un mal síntoma, porque evidencia una falta de confianza en nuestro modelo político y social; de modo que la transparencia total pone de relieve una desconfianza extrema en el sistema, una palabra, esta, que se ha convertido en anatema para quienes creen haber sido expulsados de la sociedad o se autoexcluyen por razones muy diversas. En este estado de cosas, me pregunto cuánto tiempo podrán soportar las costuras de nuestras ya maltrechas democracias, sujetas hoy en día a un permanente estado de sospecha y vigilancia. ¿Será que ya no estamos dispuestos a pagar el precio de la libertad, correr el riesgo de ser tiroteados en el metro o en plena calle? ¿Será que estamos pidiendo a gritos controlar y ser controlados, en aras de una democracia ciento por ciento trasparente, higienizada, pura? Por supuesto, y hablando de Moscú, siempre se podrá apelar —lo hacen desde luego los nuevos legisladores de la moral pública y privada— a los requerimientos del presente, motivados por circunstancias concretas ineludibles. Al respecto, me viene a la memoria un pasaje de la afamada novela de Pasternak, me refiero, cómo no, a El Dr. Zhivago. Bien avanzada la historia, Yuri Zhivago toma la decisión de alejarse de San Petersburgo, y se desplaza con su familia a Varikino, localidad al extremo oeste de Rusia que linda con la actual Bielorrusia, donde el joven médico había depositado sus esperanzas de una vida nueva, como prometía la revolución. En el largo trayecto en tren, Zhivago conversa con un abogado, de nombre Samdeviátor, que, según confiesa, está sacando rédito de aquel momento convulso que recorre todo el país. El abogado, alertado por el idealismo del doctor (no en balde Zhivago es un poeta), le augura una vida llena de penuria bajo la nueva autoridad al mando, un Comité soviético. Aturdido ante tal predicción, Zhivago le comenta a su compañero de viaje: «Hay que ver lo que son las cosas. Usted es bolchevique y reconoce que esto no es vida, sino algo impensable, una fantasmagoría, un absurdo». A lo que el cínico abogado responde: «Por supuesto. Pero es una necesidad histórica». 

No estoy diciendo —se equivocan quienes crean estar leyendo entre líneas— que el control a nuestras democracias, y por ende a nuestros políticos e instituciones representativas, sea pernicioso. En absoluto, todo lo contrario. Estoy cuestionando más bien el método, que conduciría a un nuevo modelo social al que, pareciera, estamos abocados a corto plazo. No obstante, lo más grave de la crítica a la «sociedad de la transparencia» como vía de saneamiento democrático no radica en su enfoque institucional. Lo peor, en mi opinión, reside en que la actitud vigilante y el afán de control, tan necesarios para convertir en parte del escenario lo que antes eran las bambalinas de la vida política a nivel global y en el pequeño contexto, se han convertido en moneda de uso común entre conciudadanos, quienes se dedican con alborozo a vigilarse mutuamente. Las redes sociales, qué duda cabe, son el gran panóptico digital que todo lo ve y todo lo registra. Pero a diferencia de otros tiempos, ahora no podemos apelar (aunque siempre, eso sí, podremos echar la culpa a gigantes como Google o Facebook) a un Estado autoritario, llámese este Rusia, China o Cuba, que controla nuestras vidas: la ciudadanía, el individuo de a pie, se ha sumado alegre y libremente a las tareas de vigilancia y control del vecino, del compañero de trabajo, de la pareja incluso (el fenómeno denominado stalkerware: ríanse del Wikileaks). No es ningún secreto que curiosear las costumbres de los demás forma parte de nuestro ADN como seres humanos. En Sapiens, Yuval N. Harari esboza una «teoría del chismorreo» que no es cosa de tomar a risa, pues es esta vía del cotilleo la que, por fortuna, nos ha librado históricamente, y nos sigue librando, de sucumbir ante personas de mala fe y eludir con ello peligros de todo tipo. Por no hablar del fenómeno del «vouyerismo», convertido por Hitchcock en el hecho central y desencadenante de su filme The Rear Window, y que puede comprenderse como un hábito natural: ¿quién no ha espiado con curiosidad las vidas ajenas que deambulan a su alrededor, por el simple arte de fantasear?, ¿quién, en un café, no ha aplazado su soliloquio mental para pegar el oído a la conversación de la mesa de al lado, con tal de escuchar las venturas y miserias de sus prójimos? No seré yo quien tire la primera piedra, pues he de confesar, no sin rubor, que se cuentan estos entre mis deportes favoritos, instruida la mirada por vía de las novelas, que están llenas de detalles solo visibles en un alto nivel de observación («¡Acariciad los detalles!», les gritaba Nabokov a sus alumnos del curso de literatura universal en la Universidad de Cornell). Pero de estos ejercicios inocuos al placaje moral al que, desde la impunidad que ofrece la máscara carnavalesca en las redes sociales, muchos quieren someter a sus conciudadanos, va un largo trecho que socava, llegados al extremo, derechos fundamentales como son los referidos al honor y a la intimidad personal, que por cierto recogen casi todas las legislaciones modernas, desde luego las occidentales.

La deificación de la transparencia hasta el paroxismo, que conlleva la desconfianza y nos conduce, por ello, a la sociedad del control, desemboca en una distopía encarnada en realidad. Las ficciones distópicas están hoy a la orden del día, por algo será. Baste con echar un vistazo a los estantes de alguna librería provista de fondo o darse un paseo visual por Netflix, HBO y otras plataformas sucedáneas. Se ha hablado mucho de Huxley, de Orwell, de Bradbury, de Dick, pues no en vano forman el canon clásico de la narrativa distópica. Pero a veces se olvida que la primera piedra de ese canon moderno la puso no un inglés, no un americano, sino un autor ruso: Yevgueni Zamiatin, nacido en 1884 en Lebedyan, en el óblast de Lipetsk, y fallecido en París en 1937. Su novela Mbl (Nosotros) no pudo ser publicada en la Rusia comunista, hubo de hacerlo en Reino Unido en 1924. Zamiatin no era un desconocido en su país natal, ni es esta su primera novela. El autor se unió a los rebeldes bolcheviques en 1913, y, apresado por el régimen zarista, sufrió años de cárcel y fue enviado a Siberia para realizar trabajos forzados. Más adelante, acogió con regocijo el triunfo de la revolución tras la guerra civil, pero pronto vio como aquel octubre esperanzador se trocaba en una pesadilla kafkiana. Escrita en 1920, Nosotros retrata una sociedad perfecta, organizada por un Estado Único que dirige con mano firme la figura del Bienhechor (un nombre que es germen del «salvapatrias»). En esta sociedad perfecta, los individuos no poseen nombre, son registrados por un número —el protagonista se llama D-503—, un detalle que nos revela la significación del título escogido por Zamiatin. En efecto, lo que caracteriza mayormente al modelo social que despliega el escritor es que el «yo» se diluye en el «nosotros», pues la colectividad está por encima del individuo. A quienes se atreven a desear, la policía del Estado les extirpa el ganglio de la imaginación, que es el motor que mueve la vida humana. La novela, tal vez es una obviedad decirlo, constituye una sátira del Estado totalitario en que se ha convertido la Unión Soviética al poco de triunfar la revolución socialista. En la sociedad que retrata Zamiatin, conceptos como la «privacidad» o la «intimidad» no tienen cabida. La tecnología puntera, que produce sin cesar nuevas apps, hace hoy posible la materialización del modelo ya entrevisto hace un siglo: en el capítulo titulado «Hang the DJ» de la aplaudida serie Black Mirror (episodio 4 de la cuarta temporada), es el Sistema el que, a través de una aplicación digital, decide quién debe emparejarse sentimentalmente con quién y por cuánto tiempo, hasta decretar —siempre el Sistema— cuál es la pareja ideal de cada quien.  

Esto que diré no es una bravuconada ni menos una «boutade»: finalmente, soy de los que prefieren mil veces morir de un disparo en el metro de Nueva York, o, por qué no decirlo, en uno de sus oscuros callejones, esos que aparecen en los policiales televisivos aderezados con cubos de basura y alcantarillas humeantes. En mi última estancia en la gran ciudad, en marzo de 2020, me alojé en un apartamento entre Crown Heights y Clinton Hills, en la zona norte de Brooklyn. En términos de seguridad, no era el mejor barrio, lo admito. Digamos que no sabía, cuando alquilé la habitación por Airbnb, dónde me estaba metiendo. En el rellano del edificio, siempre había apostada una pandilla de chicos entre 16 y 18 años, calculo. Evitaré decir si eran blancos o negros, o de algún otro color, para que no dar oportunidad a los fiscales de lo políticamente correcto. A veces, alguno de esos muchachos daba vueltas a un revólver con su dedo pulgar, no sé si para vacilarme o sencillamente porque era su costumbre, así como mis alumnos tienen el hábito de dar vueltas a un bolígrafo con solo dos dedos. La segunda noche de mi estancia en el barrio se oyó un disparo en medio de la madrugada: hubo un asesinato, me contaron al día siguiente. Por si las moscas, al salir y entrar del edificio, apenas sin mirar a ninguno de aquellos chicos fijamente a los ojos, hacía yo un gesto «guay» con mi mano y decía «Hey, bro!» con un acento impostado, siempre simpático, como me tenía dicho mi casero. Ignoro si corría algún peligro, aunque sin duda llegué a preguntármelo en algún momento. Sólo sé que en ese tiempo me sentí inmensamente feliz, y que el aire liberador de las calles de Brooklyn compensaba ese momento de indecisión en el portal. Además, me dije, no es tan grave morir a los cincuenta años, y menos en una escena de película en Nueva York. A mi edad me asusta más aburrirme, francamente. Nunca he visitado Moscú.


Foto: Big Brother is watching you by duncan via Creative Commons