Política

Ad populum

I

Pronto se cumplirán diez años del 15-M. El 20 de mayo de 2011, cuando algunas plazas de las principales ciudades españolas ya llevaban cinco días ocupadas por tribus de indignados, escribí esta entrada de diario y le puse por título «El fantasma de la imitación»:

«Se accedía a la cantina del cuartel al que fui a parar cuando cumplía el servicio militar por una de esas puertas de dos pequeños batientes que se apartan de un empujón, exactamente iguales a las de los saloons que aparecen en las películas del Oeste. Esa analogía determinaba que, de vez en cuando, se viese entrar a algún soldado con los dedos gordos de las manos metidos en el cinturón y la gorra inclinada hacia delante hasta casi tapar con la visera el hueso de la nariz. En cuanto pasaba la puerta, se despojaba de la gorra como mandaban las ordenanzas; luego, poco a poco, se acercaba a la barra lanzando miradas de menosprecio a derecha e izquierda; a falta de whisky, pedía un vaso de calimocho, se lo echaba de un trago, pedía otro, repetía la operación y se iba de la cantina arrastrando el paso. No era una parodia. Los soldados que mostraban esa conducta estaban poseídos, sin que ellos mismos lo llegaran a sospechar, por el fantasma de celuloide de algún pistolero del Viejo Oeste que, con toda probabilidad, surgía de los batientes de la entrada en el preciso momento en que recibían el golpe mágico que los hacía oscilar.

»Hoy en día, gracias a la velocidad a que se transmite la información, miles de españoles de todas las edades, mayormente adolescentes, se pueden sentir poseídos por los espíritus de los revolucionarios egipcios y convencerse en un instante de que la Puerta del Sol de Madrid o la plaza de Cataluña de Barcelona son en realidad la plaza de Tahrir del Cairo. La ilusión es tan clara, tan viva, tan persistente, que incluso la pudieron reconocer como verdadera los redactores de Le Monde o de The Washington Post. La televisión catalana da voz a un joven de Gerona, hijo de egipcios, que anuncia la buena nueva: “Esto ha empezado aquí igual como empezó allá, con unos centenares de jóvenes coordinados espontáneamente por internet, y acabará aquí como acabó allá, con una revolución pacífica y democrática”.

»Cuando estalló la Primavera Árabe, una vecina mía ya me puso sobre aviso:

―Verás tú como, tarde o temprano, esto también pasa aquí.

―¿Aquí? ¿Y por qué tiene que pasar aquí?

―Hombre, por favor, ¿no ves que las cosas no pueden seguir como están? La gente quiere vivir con dignidad, en libertad. La gente ya está muy harta de tanta represión y tanta injusticia.

»Entre ayer y hoy vengo observando que no son pocos los representantes de la cultura ―artistas, escritores, actores, profesores― que, tanto en Madrid como en Barcelona, se acercan a las plazas de Tahrir para informarse de primera mano “de lo que está pasando” y brindar su apoyo a los concentrados. Con alguno, incluso he llegado a cruzar unas palabras y, en un tono grave y esperanzado, un tono a la altura de las circunstancias, me ha pintado sus impresiones:

―Ya era hora de que pasara algo así.

―Piden la prohibición de comer carne y la nacionalización de las empresas ―le informo. Se indigna.

―¡No me seas demagogo! ―me dice―. Eso son cuatro radicales.

―Exigen la abolición de la monarquía y la anulación del régimen constitucional del 78 ―insisto.

―Hombre, en eso estamos todos de acuerdo. ¿Tú no?  

El fenómeno es profundo. Están poseídos por los fantasmas de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Es el mes de mayo. Han ido a confraternizar con los jóvenes de las barricadas. Se encuentran en el París del 68 con la misma ilusión con la que los soldados de la cantina militar se encontraban en la Virginia City del siglo XIX».

Aunque cada vez más diezmados, los campamentos de Madrid y Barcelona se mantuvieron, con desalojos de por medio, hasta la llegada del verano. En junio, me acerqué a la plaza de Cataluña. Exhibían pancartas con distintos eslóganes protestatarios. Algunos se limitaban a clamar contra los recortes o negaban legitimidad a todos los políticos; otros llamaban a la acción directa. «Pidiendo no conseguiremos nada, ¡tomémoslo! ¡Abajo las bragas y fuego en el zarzal!», se leía en una pancarta que por su ubicación y sus dimensiones parecía presidir el campamento. Cuando caía la noche, se reunían en asamblea y discutían sobre las contradicciones del sistema y las vías de actuación para lograr el gran cambio. La mayoría dormían en tiendas, pero vi que entre las ramas altas de una encina habían instalado una cama. Durante el día navegaban por internet para reunir datos y coordinar iniciativas. No pocos tertulianos, columnistas y conferenciantes habían hecho notar la importancia decisiva de las redes sociales en las revueltas populares que agitaban el planeta. Los disturbios  de Grecia, la Primavera Árabe y la revolución de Islandia eran los referentes principales de lo que estaba ocurriendo. El primero de ellos había consistido principalmente en el enfrentamiento salvaje de grupos anarquistas con las fuerzas de seguridad tras el incendio de autobuses y contenedores. En cuanto al segundo referente, se trataba de la rebelión de sectas islámicas integristas contra regímenes despóticos, pero se percibía como una lucha del pueblo árabe por la misma libertad por la que ahora luchaban los pueblos de Occidente. En una universidad, llegué a oír de labios de un conferenciante, especializado en Oriente Próximo, que el pueblo egipcio nos estaba dando una lección de democracia. Islandia era el tercer referente. Se decía que, tras la crisis financiera, los islandeses se habían echado a la calle y habían obligado a emprender un proceso constituyente impulsado y refrendado por el pueblo. No solo eso, sino que también, tras encarcelar a todos los banqueros corruptos y echar del gobierno a los políticos irresponsables, se logró pasar, en un par de años, de la recesión al crecimiento en lo que no tardó en llamarse «el milagro islandés». «Con esa revolución de ciudadanos indignados, los islandeses nos dieron un ejemplo de democracia participativa», dijeron los tertulianos. Pero nada de eso era cierto; en Islandia no hubo una revolución, sino una sucesión de gobiernos de izquierda y derecha salidos de las urnas; no se encarceló a ningún banquero que no hubiese sido igualmente encarcelado antes de la crisis, y la economía creció un 2% a expensas de una nueva burbuja inmobiliaria. Así pues, de los tres referentes del 15-M, dos eran terriblemente contrarios a toda concepción razonable de  democracia y el otro era ajeno a la realidad. Creo que fue por entonces cuando el término «democracia», que en sus usos vulgares siempre había tendido a lo  abstracto, cayó de lleno en lo alucinatorio, donde todavía persiste transcurrida ya una década de aquellos sucesos.

II

Las sociedades democráticas se mueven en corrientes de opinión que no se sustentan en hechos y argumentos, dispongan o no de ellos, sino en el apoyo de una mayoría. En el margen de actuación que tenga esa mayoría está lo que separa una sociedad libre de un régimen despótico, lo cual convierte a la opinión pública en el aspecto más delicado de la democracia, pues es al mismo tiempo uno de sus fundamentos y una de sus mayores amenazas. Si el poder ya no puede legitimarse en Dios, en la herencia, en el derecho de conquista o en cualquier forma de imposición por la fuerza, no puede legitimarse más que en la voluntad popular, y esta solo puede medirse por los deseos y las opiniones de la mayoría. Sin embargo, la mayoría no es una suma de inteligencias, sino una rueda de contagios, y puede llegar a ser tan arbitraria en su toma de decisiones como el tirano egotista que gobierna un territorio a su capricho. En el segundo capítulo de la segunda parte de La democracia en América, titulado «De la fuente principal de las creencias en los pueblos democráticos», Alexis de Tocqueville toca el nervio de la cuestión: 

El público tiene, pues, en los pueblos democráticos un poder singular que las naciones aristocráticas ni siquiera podían concebir. No persuade de sus creencias, las impone y las hace penetrar en las almas por una suerte de presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno.

Esa presión «del espíritu de todos» proviene en nuestros tiempos de una cadena de ideas preconcebidas, eslóganes, lugares comunes y otros prejuicios de grupo, divulgados por todos los medios disponibles. Y puesto que se transmite por sintonía, cuando uno decide cuál es su frecuencia no tiene más que repetir todo lo que viaja por ella hasta sus oídos.  Más que una sociedad con un conjunto de ideas propias lo que se obtiene son grupos humanos con un estado de conciencia alterado; las frases y los silogismos que reciben tienen una función parecida a los chasquidos de dedos o las palabras clave que emplean los hipnotizadores para llamar a sus pacientes a la acción o al reposo. La experiencia histórica nos dice, por otro lado, que las distintas corrientes de opinión ―hoy en día ya casi reducidas del todo a identidades― toleran muy mal la disidencia y cuando una de ellas logra la hegemonía tiende a apoderarse de las instituciones. Por esta razón, el Estado de derecho es para la democracia un fundamento mayor que la voluntad popular, porque la contiene en los dos sentidos del verbo: la incluye, puesto que las leyes emanan del sufragio, y la frena, puesto que pone límites legales a la acción política.

Raymond Aron, que justificaba la democracia por la protección que ofrece contra los abusos del poder y no por el valor que pudiera tener en sí mismo el gobierno del pueblo, entendía que dando rienda suelta a la concepción popular de la democracia ―lo que algunos han llamado «democracia participativa» y otros «democracia directa»― se llegaba fácilmente al despotismo. Por supuesto, no es Aron el único en hacer esa observación, que hay que considerar en general propia del pensamiento liberal, pero en un curso que impartió en 1952 (Introducción a la filosofía política, Barcelona, Página Indómita, 1997), muestra la incompatibilidad de los dos conceptos ―la sociedad libre como protección de la libertad individual o como poder de la mayoría― habiendo precisado cuál es el fin de cada uno:

Por un lado, la soberanía popular conduce al poder absoluto de la mayoría popular, mientras que, por otro lado, la idea de constitucionalización de los poderes lleva a la conclusión de que la esencia del régimen es el respeto a la oposición.

Así, resulta evidente que ambas ideas ―expresar la voluntad del pueblo y respetar a la oposición― son contradictorias, y la mejor prueba la encontramos en la Revolución francesa.

Esa contradicción la han percibido muy hondamente, en la década que acabamos de cerrar, varios actores políticos a los que se les ha oído declarar con orgullo que la voluntad del pueblo está por encima de la ley o que cuando una ley es injusta no se debe obedecer, dejando así que el espíritu del pueblo insufle su sentido de la justicia en el sujeto que se faculta a sí mismo para desobedecer la ley. Aunque, hace una década, el movimiento de los indignados dio alas a la antipolítica, esa manera de entender la democracia estaba ahí desde mucho antes, solo que el triunfo del Estado de derecho en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, había conseguido, durante los años de progreso económico y social, una atemperación de las disputas. Lo que ocurre ahora en el mundo occidental es un repudio ―que a veces llega hasta la insurrección― del sistema liberal democrático. Se presenta, en los dos extremos del arco ideológico, como la nueva política, pero en realidad lo que ofrece es volver a los escollos que hubo que superar en el pasado para construir sociedades libres.

No es casual que el asalto al Capitolio de Whashington ocurriera en un momento en el que, en la mayoría de países occidentales, hay movimientos, a izquierda y derecha, que exaltan la voz del pueblo por encima de las garantías constitucionales, no pudiendo ser otra cosa esa voz del pueblo que la voz de radicales con los medios suficientes para crear opinión, es decir, para producir legiones de imitadores que, junto al gesto, la postura y la mueca, repetirán hasta la locura las premisas y los silogismos correspondientes. Es ciertamente muy grave que el presidente Trump animara a sus seguidores más ajenos a la razón a avanzar hacia el Capitolio, y que lo hiciera sobre la base de afirmaciones de fraude electoral de las que no ha presentado jamás prueba alguna, pero no es menos indecente ―como recuerda Ayaan Hirsi― que cuando se produjeron los actos de violencia irracional, vandalismo y saqueo de comercios a los que se entregaron los activistas de Black Lives Matter y Antifa, la mayoría de líderes y medios del Partido Demócrata los consideraran «protestas pacíficas». La irracionalidad está bien repartida entre las distintas facciones del populismo, en Estados Unidos y en muchos otros países, y los que en otros momentos han llamado a rodear parlamentos, han justificado la violencia o han declarado abiertamente su enemistad con el Estado de derecho no deberían rasgarse las vestiduras cuando se les da a entender que, entre lo que ocurrió en el Capitolio y lo que ellos habían promovido en ciertas ocasiones, hay una misma manera de entender la política. Unos y otros negarán ofendidos ese parentesco, y ello es comprensible porque las corrientes ideológicas están sometidas a las leyes de la imitación y uno no es consciente de la naturaleza de lo que imita, sino solo de su valor distintivo. 


Foto: Umberto Boccioni, Multitud agitada alrededor de un monumento ecuestre. Via Wikiart