Ballard dejó escrita en su novela The Drowned World una frase que más tarde hizo fortuna en las redes sociales a manos de miles de usurpadores de la propiedad intelectual: «I know. Alcohol kills slowly, but I’m in no hurry». A veces se dice, normalmente de alguien que ha muerto por el consumo abusivo de sustancias, que se ha suicidado lentamente, y se dice para indicar que tenía una personalidad autodestructiva, que para él no tenía sentido la vida, que fue algo calculado y voluntario. Sin embargo, es probable que nadie se tome muy en serio la afirmación de que se trata verdaderamente de un suicidio, porque se supone que el suicidio es una acción que no puede superar cierta extensión de tiempo. Exactamente, ¿cuánto tiene que durar para que pueda ser considerada suicidio? Esta pregunta no se puede tomar en serio sin caer en arbitrariedades.
Entonces, ¿dónde está el suicidio? Seguramente reside solo en el fondo de un reproche moral. Hay acciones que, ciertamente, consumen la vida deprisa, y otras que la consumen lentamente, pero ninguna que no la consuma en absoluto. En términos absolutos, vivir es un suicidio. Sin embargo, la acusación de suicidio se reserva sobre todo como forma de juicio moral: el suicidio no es algo tan perfectamente definido como se quiere hacer creer desde las sensibilidades más puritanas. La percepción de la muerte como un acontecimiento meramente biológico nos lleva a vivir como si detrás de todas nuestras decisiones no hubiera siempre la disyuntiva entre morir o seguir viviendo, nos hace olvidar la dimensión moral de la muerte. Se da por hecho, consecuentemente con ello, que nuestra voluntad desea naturalmente vivir tanto como se pueda, pero eso no es cierto ni siquiera para aquellos que creen que todo lo que hacen lo hacen para conservar un rato más su existencia aséptica.
Todos nos suicidamos, cada cual a su manera y a su ritmo. Por eso sorprende el empeño que ponen algunos en negar a otros la oportunidad de encargarse de su propia vida (y muerte) como les plazca, primero porque a todas luces es evidente que la decisión sobre la propia existencia depende de la propia voluntad y no de la ajena, y después porque cuando se analiza con cierta detención, nadie está exento de una existencia suicida, y particularmente menos —me atrevo a decir— aquellos que con actitud moralista señalan a los demás y los acusan de impiedad solo por querer elegir cómo quieren vivir (de lo cual forma parte el tratar de elegir cómo se va a morir). El que defiende que el suicidio es una aberración seguramente no ha pensado nunca seriamente en el suicidio. Hume ya respondió de manera definitiva a estas cuestiones en su Of Suicide a mitad del siglo XVIII, y su texto sigue siendo, hoy, un antídoto contra los enemigos de la libertad.
Detrás de la acusación de suicidio que proyectamos sobre otros se esconde un intento desesperado por preservar una visión de la vida y por sacralizar no la vida, sino cierto estilo de vida, aquel con el que comulgamos. Si para los entornos —por ejemplo— católicos el consumo de drogas y la afición a toda clase de «vicios» son el equivalente a tirar la vida a la basura, para los entornos en los que se consume droga abundantemente, en cambio, es el estilo de vida católico el que aparece a menudo como el que conduce a una existencia arruinada por el puritanismo y la represión. No defiendo, ante estas dos morales, una postura relativista, ni tampoco escribo esto para ponerme de parte de alguna (en realidad no me parecen muy diferentes en lo esencial); lo que quiero es señalar que la moral de turno suele conllevar la asunción de que se posee la verdad sobre la vida y sobre cómo hay que gastarla, y a menudo, si se tiene ocasión, se tratará de imponer la propia percepción, siempre limitada, a los demás, como si el mundo tuviera que definirse necesariamente en los propios y generalmente muy desafortunados términos. Contra todo esto se levanta la libertad.
Los políticos olvidan a menudo que su tarea debería ser la de garantizar esa libertad que impide que otro señor nos diga lo que tenemos que hacer. Ese señor tiene, como todos, derecho al juicio moral, pero no a la imposición, no a tratar de obligar a los demás a vivir según sus propias reglas caprichosas.
Cuando alguien se opone a la eutanasia —no a una ley concreta, que siempre ha de poder y debe ser discutida, sino al concepto mismo de eutanasia— lo que en realidad está diciendo es que los demás no tienen derecho a decidir sobre sus propias vidas, sino que su propia visión de la vida tiene que imperar por encima de las demás. El derecho de los otros a terminar su vida en condiciones dignas no quita al puritano la libertad de decidir sobre la suya y alargarla tanto como buenamente pueda: no está obligado a nada, y además puede hallar satisfacción en las faltas de los demás, pues no en pocas ocasiones he observado que el alma de un moralista se alimenta de los deslices de los pecadores y goza con la fantasía de un infierno lleno de almas arrepentidas.
Foto: Édouard Manet, Le Suicidé, via Wikimedia Commons