Destacado, Literatura

El tiempo y su estribillo

Agradecimientos a Bénédicte de Buron-Brun y a María España Suárez por su inestimable colaboración en este proyecto.

El pasado 28 de agosto de 2022 se cumplieron quince años del fallecimiento del escritor Francisco Umbral, Premio Príncipe de Asturias en 1996 y Premio Cervantes en el año 2000. Detrás quedaban publicados más de 140.000 artículos y columnas y 110 libros. Francisco Umbral fue, sin duda, uno de los más grandes creadores literarios del siglo XX en España. Podríamos decir que se pasó sesenta años escribiendo sin pararse a tomar aire, esa forma torrencial que su maestro y gran amigo Miguel Delibes describió de manera sencilla: «Umbral escribe como mea». Umbral era consciente de que solo la literatura y el periodismo le permitían seguir adelante en el ruedo de una vida que no se lo puso fácil. «Soy un escritor doloroso que se cura escribiendo», anotó en su Diario político y sentimental. O bien: «Toda mi vida no he hecho otra cosa que autorretratos. Me he pasado la vida escribiendo memorias». 

Sobre la obra de Umbral hay cuantiosos estudios en forma de tesis, ensayos, etc. Pero sobre su vida, su biografía, hay muy poco publicado. Ciertamente, España es un país poco dado al género biográfico y aún menos al autobiográfico, que frecuentemente suelen ser novelas en primera o tercera persona, según el caso. Pero veracidad, honradez y respeto al pacto con el lector, como establece Lejeune en El pacto autobiográfico, lo cierto es que muy poca. Y los escasos autores que se acercan al género suelen afrontar el viaje desde un enfoque endeudado  ya de raíz con el psicoanálisis, con un psicoanálisis freudiano de bolsillo y aprendido de forma apresurada en las cortas noches de verano. 

Por resumir este introito digamos que Umbral siempre alimentó dudas sobre la fecha y lugar de su nacimiento o sobre quienes habían sido su padre y su madre y otros episodios importantes de su vida. Los escritos biográficos que hay sobre su residencia en la tierra han aclarado alguna de estas zonas oscuras que para Umbral estuvieron siempre claras a fuer de dolorosas.  «Solo. Desesperadamente solo. No es la soledad del hombre, de la humanidad, lo que experimento, sino mí soledad personal de hombre que siempre ha estado solo, separado de los demás por landas de silencio, de miedo, de rencor, de vacío, de dolor, de odio, de desprecio».

Casi todas las biografías publicadas se centran en esos puntos que consideran necesarios para comprender o dar cuenta de la conducta de un ser humano tan peculiar. Y sin embargo, eluden o, mejor, no escriben porque carecen de fuentes fiables sobre varios tramos de su vida. ¿Qué se cuenta en las biografías publicadas sobre  los últimos años de adolescencia o sobre los tres años que Umbral pasó en León, cuando empezó a trabajar como periodista profesional? Son años clave para anclar los determinantes de la personalidad y la elección de sus prioridades y valores vitales, la famosa gesinnung de Scheler. No hay ninguna biografía publicada sobre Umbral, ni siquiera las actualizadas para aprovechar el rebufo publicitario del XV aniversario de su muerte, que hayan trabajado con un texto clave: el publicado en 2015 en una edición a cargo de Isabel Martínez Moreno con una buena parte de los artículos publicados o leídos en la radio durante su etapa leonesa, inéditos, y titulado Diario de un noctámbulo, prologado por Luis Mateo Díez. Parece especialmente importante para dar solvencia a un estudio biográfico haber desmenuzado con minuciosidad los que fueron los primeros pasos del escritor que habría de dominar la escena literaria española durante más de treinta años. Se sabía, ciertamente, que de mayo de 1958 hasta febrero de 1961 el joven Umbral, criado en Valladolid, se había trasladado a la ciudad leonesa para trabajar en la emisora La Voz de León y en la prensa local: Diario de LeónProa son los primeros periódicos donde Francisco Pérez pasa a firmar como Francisco Umbral. Umbral, el apodo que le hará famoso, nace en León un 29 de mayo de 1958. Aquel día, el joven locutor hizo una buena crónica de la muerte de Juan Ramón Jiménez, ocurrida pocas horas antes en San Juan de Puerto Rico. Aquella noche se despidió de los oyentes como «Francisco Umbral». Y así firmará su columna sobre las últimas horas del poeta onubense exiliado y fallecido en el portorriqueño Hospital Mimiya. Ese seudónimo, Umbral,  será huella indeleble de su paso por la ciudad del Torío y del Bernesga. Como lo será el uso habitual de bufanda y guantes, para protegerse del frío habitual de la ciudad leonesa.

De todas formas, es importante recordar que pese a su rápida incorporación a un trabajo que anhelaba, Umbral llegó a León tras haber sufrido una grave tuberculosis, y tras haber enterrado a su madre, fallecida con cuarenta y siete años. Pero el caso es que desde 1958, desde sus inicios, sus colaboraciones radiofónicas llaman la atención de oyentes y compañeros. Umbral tiene veintiséis años. Y a la soledad acompañada que le brinda León hay que unirle los estragos de lo vivido desde 1950. Su salud se resiente en forma de lo que hoy serían episodios depresivos y frecuentes infecciones pulmonares. Los años leoneses de Umbral no debieron de ser muy agradables. A dichas penurias habría que sumar una situación económica precaria que se mantendrá durante años y en la que le apoyarán sus amigos más fieles, los pocos que nunca le faltaron ni le fallaron. En el verano de 1959 se casa con España Suárez, que se traslada con él a León con lo que la situación mejora. Ahí está para dar cuenta ese Diario de un noctámbulo, con textos de una sorprendente vitalidad y que descubren a un escritor que ya vuela muy alto. Y que ha descodificado rápidamente tanto la idiosincrasia leonesa como los aspectos más lacerantes de la vida. Y lo que es más importante: los ha vertido a una prosa admirable, limpia, fina, sin hipérboles ni otras grasas.

De entre todos los textos recogidos en este volumen, hay un relato que llama poderosamente la atención. Lo leyó una noche de 1958 y se titula «Buenas noches, suicida». Parece increíble que alguien tan joven fuese capaz de describir con tanta sutileza y precisión la semiología de un intento de suicidio. A esto hay que sumarle el desafío político que suponía: el suicidio en la España franquista estaba muy mal visto por las autoridades. La España de Franco toleraba mal a los suicidas: podrían hacer pensar al resto de «patriotas y productores» que algo no iba bien en el sistema. Los transformaba rápidamente en víctimas de trastornos mentales o fatales accidentes. Lo mismo que hacía Erich Honecker en la RDA, según se cuenta en la película La vida de los otros (2006). Pero ahí estaba Umbral haciendo psicoterapia especializada y de alta gama con un hombre que caminaba por un hilo de alambre… Es un artículo magistral.

Hoy día, la situación es otra. Los medios de comunicación se han llenado de expertos en Suicidología. Cada uno vende su receta para frenar ese dislate. Raramente coinciden y, frecuentemente, se contradicen, lo cual no es buena noticia para la solvencia del gremio. Pero ese artículo de Umbral es insuperable. No hay nada similar en el periodismo mundial. Y supera las propuestas de intervención contra el suicidio de muchos textos académicos. Lo que pasa por la cabeza de un candidato a suicida en los momentos previos al acto  tiene gran valor porque las ideas suicidas son episódicas y pasajeras. O sea, que si lográsemos detectar el momento en que alguien está estructurando la forma de darse muerte podríamos intentar desviar su atención durante un tiempo y esas ideas desaparecerían. El suicidio siempre ha gozado de una injustificada respetabilidad que tal vez proviene del Werther de Goethe, que se mata valerosamente al no poder casarse con Lotte. Larra, uno de los autores más queridos a Umbral, también se quitó la vida por su propia mano. «El suicidio es el acto supremo del dandismo», escribió alguien en algún sitio. Es un artículo formidable que solo puede salir de un escritor con un temple y una notable ponderación de las situaciones extremas.

BUENAS NOCHES, SUICIDA

Buenas noches, suicida, hombre que a esta hora alta y sobrenatural velará en algún puente del mundo su muerte voluntaria, su nocturna muerte que le espera en el agua, en la corriente, como una negra barca sin remos; buenas noches…

Es de un macabro humorismo, de una patética cortesía el que yo te dé ahora las buenas noches, en ésta que has elegido para morir. Bien quisiera que mi saludo te llegase a tiempo, como ese desconocido providencial que a veces aparece en el momento preciso, haciendo perder el terrible tren al presunto suicida que iba a tomarlo, o a ponerse a él, que tanto como el viajero, necesita el suicida de la puntualidad ferroviaria. Pero no sé siquiera dónde te encuentras, qué puente has escogido, qué acantilado de niebla, qué alto barandal mareante, recorrido ahora por tu sombra en pena. Y no puedo sino buscar mañana tu nombre en los periódicos, tu nombre desconocido y sin expresión, arrojado a la orilla heterogénea de la actualidad medianamente sensacional por las aguas incesantes de los días.

O más bien, debiera ir haciéndote ya una previa necrología, que para no enlutar torpemente con rebordes de tópico funerario, echaría por el camino de la erudición, porque en esta civilización nuestra, tan vieja, todo tiene ya erudición, hermano suicida, y se puede ser erudito de todo, incluso del amor o del suicidio. 

Por cierto, que ésta pudiera ser una buena razón para disuadirte: sabes que dejas atrás toda una tradición, ilustre y poco recomendable del suicidio, que eres ya tópico, erudición e incluso estadística de fin de año. Es decir, que no vas a hacer nada original, que la historia se encuentra ya colmada de suicidas selectos y tú no vas a ser más que un suicida vulgar, prolongando más allá de la muerte esa vulgaridad que, quizá, es la que ahora te ahoga y empuja a morir.

Y ya apenas nos queda tiempo, ni a ti ni a mí, para hablar un poco de tus antecesores famosos. Si quisieras esperar todavía… Pienso en Séneca, en Ganivet, en Larra, en nuestros pobres y amados suicidas. Y también en Werther y en «el acto gratuito». Yo te hablaré de todos ellos, de todo eso; charlaremos como dos buenos amigos sin sueño, hasta la madrugada; te llevaré a casa borracho de tu muerte, borrachos los dos y convencidos de que hay que suicidarse. Convencidos, pero vivos, ruidosamente vivos, maravillosamente vivos… Buenas noches, suicida, buenas noches.”.

Este tenso discurso de la «Carta a un suicida» tal vez sea uno de los primeros tramos cuajados de ánimo triste, ritualizado y obsesivo en ese duro e interminable diálogo que Umbral mantuvo consigo mismo. Al estar publicado en 1958, en los días más difíciles que Umbral tuvo que superar en León, podemos presuponer que el artículo tiene más que ver con el dolor de su metal más íntimo y sincero que con un episodio real.

El suicidio es un tema que estará presente en la obra de Umbral a lo largo de toda su vida. Un par de años más tarde vuelve sobre el tema de una manera más leve, más fina. Comenzando el año 1960, Umbral vuelve a dedicar una columna al suicidio. En esta ocasión se basa en un episodio concreto: el hallazgo del cadáver de una mujer ahogada en el río Bernesga, uno de los ríos que avena León. Este texto es inédito. Fue leído en la emisora La Voz de León pero no consta que fuese publicado en la prensa escrita. Pertenece  a la sección «El tiempo y su estribillo», que realizó en los años 1960 y 1961. Habla Francisco Umbral desde la emisora de radio La voz de León

EL TIEMPO Y SU ESTRIBILLO ( día 4 de Febrero de 1960)

Hace apenas unos días y ya lo hemos olvidado. Se ahogó en poca agua, como en un vaso de agua se ahogan siempre los pobres de espíritu. Dicen que fue un suicidio. En un vaso de agua se ahoga la desesperanza. Y no mucho más de un vaso llevaba nuestro escaso río.

Fue hace unos días y la prensa lo contaba. Era de Tierra de Campos que el poeta llamó campos de tierra y había venido a esta altura leonesa, precantábrica, quizá en busca de mejores tierras y mejores campos.

Ahora, en su edad madura, casada y afincada entre nosotros, ha ido a morir en nuestro río de escasa agua, que, como digo, en un vaso de agua se ahoga la desesperanza.

Siempre hemos ironizado a nuestro río su poco caudal, pero he aquí que es el suficiente para un suicidio. Como el Sena cada mañana, como el magro Támesis policíaco, nuestro Bernesga espada de agua mellada de sequía amaneció la otra semana con la muerte en su corriente. Las grandes ciudades arrojan cada jornada como barredura humana unos seres que desde los puentes y las orillas caen al agua. Y la ciudad pequeña, la provincia, también conoce, a veces, esa amargura.

Una mujer pone su vida al freno hidráulico del Sena, dicen los versos de un joven poeta. El Bernesga ha sido también, por esta vez, freno hidráulico, como en la atroz metáfora, para frenar cruelmente la vida de una mujer. Por fortuna, esto no es frecuente. Los bares, las calles, las conversaciones y alguien que sale de su casa, que sale de la ciudad para rondar su propia muerte, cerca del río, entre los álamos del invierno. Fue hace unos días y, quizá, ya lo hemos olvidado. Siempre olvidamos que los más débiles se ahogan en un vaso de agua.

Como se explicó previamente, el suicidio fue siempre un tema muy cercano a Umbral. Hay varios textos y fragmentos de libros al respecto. Pero es difícil que sean tan intuitivos, leves, y que calen tan hondo en el lector o en el oyente como sucede en estos dos ejemplos. Probablemente haya alguno más que aún no conocemos procedente de esos años leoneses que tanto influyeron en el carácter y en el destino de Francisco Umbral. El lector sale de ellos como el periodista de Vargas Llosa que protagonizaba la Conversación en la Catedral: calado por una garúa que no ha sentido ni que caía y preguntándose por el momento exacto en que uno se jode la vida al volverse contra sí mismo.

Probablemente, lo mejor de los grandes escritores es la obra que han labrado en torno a los treinta años cuando aún creen en la belleza del oficio de narrar, esa roca de Sísifo que aún no les ha hecho lidiar con demasiados impagos ni con excesivas noches de insomnio. 


Ilustración: Caricatura de un misántropo planeando su suicidio. Dibujo de Honoré Daumier (1808-1879) impreso sobre papel. Rijksmuseum. Via lookandlearn.