Literatura

Anatomía de la palabra: el cuerpo de la escritura

El tema de la presente disquisición –mero entretenimiento de filólogo en mitad de sus vacaciones estivales– se centra, tal y como se anuncia en el título, en la anatomía de la palabra, la escritura (literaria) pensada como un cuerpo. Un cuerpo hecho de qué materia, cabría preguntarse. Las imágenes que nos depara la propuesta nos sitúan de forma ontológica en el hecho literario mismo. Son imágenes que, de forma visible o sutil, pueden rastrearse en muchos de los críticos y escritores que, por oficio o por gentilidad, nos hablan de ese complejo proceso que llamamos literatura. Sobre todo, me propongo mostrar algunas de las posibilidades que ofrece el tema, las más significativas bajo mi punto de vista, y de paso alumbrar alguna que otra paradoja que, según veremos, nos depara la cuestión.  

En una de sus Seis propuestas para el próximo milenio (1985), en concreto la que se refiere a la «Visibilidad», Italo Calvino plantea la siguiente reflexión en torno a los fenómenos diferenciados de lectura y escritura:

Podemos distinguir dos tipos de procesos imaginativos: el que parte de la palabra y llega a la imagen visual, y el que parte de la imagen visual y llega a la expresión verbal. El primer proceso es el que se opera normalmente en la lectura: leemos, por ejemplo, una escena de novela o un reportaje sobre un acontecimiento en el periódico y, según la mayor o menor eficacia del texto, llegamos a ver la escena como si se desarrollase delante de nuestros ojos…

Efectivamente, este primer proceso de conversión enunciado por Calvino tiene que ver con el trabajo de decodificación que lleva a cabo todo lector, quien, en el tiempo mismo de la lectura, y se diría que casi de forma inconsciente, transforma las palabras en imágenes (unas imágenes que, si bien están inducidas por la secuencia verbal, desde luego pertenecen en exclusiva a la producción creativa del lector). Pasamos así de la «imaginación verbal» a la «imaginación mental» o «visual»: la letra se hace cuerpo vivo en nuestra conciencia y adquiere un movimiento, tal vez insólito. Pero este proceso de conversión derivado de las interacciones objeto-sujeto no solo es propio del discurso verbal, pues, por ejemplo, también afecta a la pintura, aunque en un plano distinto. Decía Marcel Duchamp que el movimiento del cuadro está en el ojo del espectador: es este quien dota de movilidad a la imagen, estática solo en apariencia. Es decir, el espectador del cuadro añade lo que no está y es apenas sugerido por la imagen detenida, que entendemos como encrucijada de un doble vacío: temporal –el antes y el después inmediatos al instante representado– y espacial –todo lo que está más allá del límite físico del lienzo y no vemos–. Este concepto de vacío, por cierto, se muestra igualmente válido en la comunicación literaria que supone el diálogo entre texto y lector. 

Desde un punto de vista fenomenológico, el término «vacío», que introduce Wolfgang Iser en la teoría de la recepción (Ingarden, por su parte, hablará de «lagunas de indeterminación»), pone de relieve que el lector no solo transmuta en imágenes las palabras presentes en el texto (lo explícito), tal y como apuntaba Calvino, sino, aún más interesante si cabe, también proyecta imágenes sobre aquellos vacíos existentes en la secuencia textual, es decir, sobre lo que no está y queda sugerido a través de lo dicho (lo implícito). La relación de este proceso con los principios pragmáticos que postula en los años 60 y 70 el filósofo británico Paul Grice es manifiesta. Escribe Iser: 

Un texto es potencialmente susceptible de admitir diversas realizaciones diferentes, y ninguna lectura puede nunca agotar todo el potencial, pues cada lector concreto llenará los huecos a su modo, excluyendo por ello el resto de las posibilidades; a medida que vaya leyendo irá tomando su propia decisión en lo referente a cómo ha de llenarse el hueco. En este acto mismo se revela la dinámica de la lectura. 

La palabra, pues, como la imagen del lienzo, es una encrucijada del vacío. Pero no es esta la única encrucijada en que debemos situar a la palabra. Si tenemos en cuenta los dos procesos enunciados por Calvino, «el que parte de la palabra y llega a la imagen visual, y el que parte de la imagen visual y llega a la expresión verbal», tenemos que la palabra es, también, una encrucijada de la imagen, un nexo, un vehículo. Ahora bien, en lo que concierne especialmente al discurso literario, la no necesaria coincidencia entre la imago primera, que pertenece propiamente al escritor, y la imago resultante, que crea el lector al descodificar las palabras, nos conduce al nudo gordiano del fenómeno literario, que une tres cabos fundamentales: el escritor, el texto y el lector. El porqué de esa distancia entre la imagen inicial y la imagen resultante tiene para Alberto Manguel una explicación clara: el lector es un creador post mortem. «A fin de que un texto se dé por concluido, el escritor debe retirarse, dejar de existir. Mientras esté presente, el texto sigue incompleto. Solo cuando el escritor desaparece cobra existencia el texto», escribe en su Historia de la lectura (2001). Ello, qué duda cabe, retoma la idea de «la muerte del autor» que postula Roland Barthes en los 60 como un rasgo de la literatura moderna, en la que el lenguaje posee por sí mismo un carácter performativo que ensombrece la identidad del autor. Esta orfandad a que está abocado el texto, toda vez que se encamina a su obligado destino, los lectores, pareció entenderla ya un autor como Cervantes, quien, en el prólogo al Quijote, al despedirse de su «hijo seco, avellanado, antojadizo», concede al lector la misma libertad que a su propio personaje. Al respecto de esta cuestión, Claudio Guillén señala en su clásico e indispensable Entre lo uno y lo diverso (1985) que «la actividad del escritor –el impulso o élan que objetivamente une sus obras y hace adelantar su escritura– hace posible un proceso de comunicación en que él mismo, como hombre de carne y hueso, ya no interviene, y cuyo desenlace está en manos de sus lectores». Ese desenlace en manos del lector es puramente el «acontecimiento literario».

Por el arte de la lectura, las palabras, transformadas ya en imágenes, corporeizadas, multiplican su ser y rompen de esta forma toda esperanza unívoca de significación: he aquí «la herida de Babel» de la que nos habla Carlos Fuentes en Geografía de la novela (1993). Al comentar la poética de Borges, el intelectual mexicano afirma: «El lector es la herida del libro que lee: por su lectura –la tuya, la mía, la nuestra– se desangra toda posibilidad totalizante, ideal. […] El lector es la cicatriz de Babel. El lector es la fisura, la rajada, en la torre de lo absoluto». Esto quiere decir que no hay un solo Quijote, sino múltiples, infinitos, tantos como posibles lectores; que aquel Quijote que yo leí me pertenece, pues lo inventé yo mismo al leerlo por primera vez, y recreé dicha invención en las sucesivas relecturas. «El hecho de que lectores completamente distintos se puedan ver afectados de manera diferente por la ‘realidad’ de un texto determinado –comenta Iser– muestra suficientemente hasta qué punto los textos literarios transforman la lectura en un proceso creativo que se encuentra muy por encima de la mera percepción de lo escrito». Y añade enseguida: «El texto literario activa nuestras propias facultades, permitiéndonos recrear el mundo que presenta. El producto de esta actividad creativa es lo que podríamos denominar la dimensión virtual del texto, que lo dota de su realidad. Esta dimensión virtual no es el texto mismo, ni tampoco la imaginación del lector: es la confluencia de texto e imaginación». Eso que llamamos hoy «realidad virtual» no es, pues, una novelería producto de la tecnología informática; es algo tan viejo como la literatura misma.

En el espacio literario, lo real y lo simulado se articulan en un juego que pulveriza y anula la noción misma de «verdad». Pero es que, tal y como nos recuerda Barthes en su libro póstumo El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura (1984), el proceso de lectura no implica una verdad objetiva (ni siquiera subjetiva), sino más bien una «verdad lúdica», en tanto que cada lector se convierte en un homo ludens que, a su modo, «asocia al texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras imágenes, otras significaciones». En palabras de Claudio Guillén, «para el lector se trata más bien de completar, de seguir ‘escribiendo’ en el sentido mental de la palabra: de hablar consigo mismo, engarzando citas, demarcando zonas intertextuales». Sucede entonces que la realidad, o eso que entendemos por «realidad», ve ensanchados sus márgenes gracias a esas operaciones asociativas que afloran en la lectura y que a duras penas son transferibles. 

Por otra parte, continuando con las posibilidades que ofrece el tema, el proceso ineludible de materialización que supone la corporificación de la escritura literaria por obra y arte del lector nos conduce a la siguiente paradoja: que todo discurso ficcional posee una vocación de realidad. A decir verdad, ciertas imágenes literarias toman una apariencia de realidad inusitada, como postula Pessoa en este fragmento del Libro del desasosiego (1982): «Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que los hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana».

Es sabido también que, en su triste agonía, Balzac llamaba a gritos al doctor Bianchon, personaje ficticio que el escritor mismo había creado para su Comedia humana. La realidad de las palabras, en estos casos, se impone a la realidad real. Es este, sin duda, un tema quijotesco: «a pesar de los embates de la realidad –nos dice Carlos Fuentes en En esto creo (2002)–, Don Quijote insiste en ver gigantes donde solo hay molinos de viento y ejércitos de jayanes donde solo hay rebaños de ovejas. Los ve, porque así dicen sus lecturas que debe verlos». Esta vocación de realidad que singulariza al discurso literario resulta el colmo del idealismo en un autor como Novalis, quien en sus Materialien zur Enzyklopädistik de 1798-1799 afirma categóricamente: «Cada imagen artística, cada carácter inventado, tiene mayor o menor vida, y deseos y esperanza de vivir». La vocación del arte, pues, es llegar a convertirse en realidad para suplantar a la realidad vigente. Esto llega a ser así (¡y de qué manera!) en la novela de la segunda mitad del XIX, donde el afán de ser realista llega a superar a la propia realidad. Un autor como Chesterton, gran amante de las paradojas, al comentar el desmesurado realismo de la prosa de Dickens señala, siempre con el humor que le caracteriza: «En las descripciones de Dickens hay detalles –una ventana, una verja, el ojo de la cerradura de una puerta– que cobran una vida demoníaca. Las cosas parecen más reales de lo que realmente son. De cierto que tal grado de realismo no existe en la realidad». Hasta tal punto los autores querían copiar la realidad que se apropiaron de la realidad misma, falseándola. Así, hoy podemos decirlo, el París de Balzac suplanta al París real, como el Londres de Dickens es una impostura del verdadero Londres. «Es cosa sabida –señala el historiador Juan Pimentel en un artículo de 2002 publicado en ABC Cultural–: los mapas y las palabras no (solo) reflejan el mundo. También lo crean». 

De tal manera damos cuerpo a la escritura, que al recordar tal o cual texto caemos en la cuenta de que no solo retenemos en nuestra memoria palabras (el comienzo de una novela, un fragmento breve, unas estrofas…) sino fundamentalmente imágenes, rostros sugeridos, detenidos en el tiempo, a veces secuencias que accionan su movilidad en el recuerdo. Llegamos a familiarizarnos de tal modo con ciertos personajes que los hacemos nuestros, traspasándolos de la ficción literaria a nuestra realidad. De este modo, al hablar de Don Quijote y Sancho, señala Torrente Ballester en su breve ensayo «Esbozo de una teoría del personaje literario» (1965) que no se trata de tipos sino de personas, en el sentido más real y encarnado de la palabra, pues ambos representan una realidad humana. No en vano, El Quijote es considerada como la primera novela de caracteres, frente a la novela de aventuras, de peripecias, que es justamente la que critica Cervantes, y que no es otra que la novela de caballerías. 

Desde el lado de la recepción, el crítico Darío Villanueva expresa en «Fenomenología y pragmática del realismo literario» (1996) que todo acto de lectura, incluso de obras marcadamente fantásticas, ha de entenderse como una «lectura realista» en tanto que el lector, una vez lleva a cabo la «momentánea suspensión del descreimiento» (la epojé del pacto de ficción), acepta e integra el campo de referencia de la obra («Internal Field of Reference») en su propia experiencia y entorno («External Field of Reference») con objeto de ensanchar su realidad. Así, puede ocurrir como aquel estudioso de arte que, según nos cuenta Calvino, entusiasmado en extremo con la lectura de Las aventuras de Pickwick, la monumental novela de Dickens, convierte esta en el centro de todo, «y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios pickwickianos». Y así: «Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía, han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick». ¿No es esto mismo acaso lo que, en el plano diegético, le sucede al hidalgo Alonso Quijano, obsesionado con la lectura de libros caballerescos? 

La propuesta de «lectura realista» que desarrolla Villanueva es sin duda interesante. Sin embargo, Claudio Guillén, a quien cito una vez más, introduce una observación que nos lleva a una perspectiva inversa: «En muchos casos creo que se trata también de una captación en dirección contraria, mediante la cual el lector se traslada al entorno imaginado y reside en él, cautivado, como si dejase de encontrarse durante cierto tiempo en su propia ‘realidad’, en su limitado mundo o mundillo. La ficción no deja de funcionar como tal, sino todo lo contrario, puesto que consigue que el lector se integre en un entorno imaginado y se interese por las experiencias de unos personajes imaginarios. Estos personajes enriquecen y diversifican su restringida experiencia personal […]. La realidad de cada uno es insuficiente. Y no solo integramos las ficciones en ella, sino que estamos dispuestos a desrealizarnos, a vivir rodeados de vidas ficticias, a ficcionalizarnos». En este sentido, cabría preguntarse cuál es en verdad el proceso que se opera en Alonso Quijano como lector enfermizo de ficciones: ¿«realiza» imaginariamente las fantasías que lee o más bien es él mismo quien se ficcionaliza adoptando un nuevo nombre, una nueva estampa, y con ello una nueva identidad? Sea como fuere, esta ha sido desde siempre la vocación del hombre: inventarnos un otro, una falsa identidad que acabamos creyendo real, a menudo por exigencias del guion. Con su habitual contención, el Borges poeta concentra el laberinto cervantino en dos versos que nos colocan en una mise en âbime: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo». Tanto el escritor (Cervantes) como el lector (Alonso Quijano) buscan, sueñan su otredad. Y es la imaginación la que sirve de sustento. El sueño de don Quijote se desvanece precisamente cuando ya no necesita imaginar, porque la realidad empieza a competir de forma fraudulenta con la fábula de los libros: «cuando los Duques le ofrecen un castillo de verdad y princesas auténticas (más una ínsula para que la gobierne Sancho), la ilusión quijotesca se desploma. La realidad le roba su imaginación. […] Cuando los sueños de Quijote se vuelven realidad, Quijote ya no puede imaginar», apostilla Carlos Fuentes. Paradójicamente, es esa vocación de realidad de lo creado que defendía Novalis la que acaba derrotando la imaginación de don Quijote, quien, desconcertado, vuelve a ser Alonso Quijano para cumplir con la última escena: la muerte en medio de tanta realidad. La vida, bien lo sabía Calderón, es una ilusión, un sueño. Despertar y morir fue todo uno para el viejo y arrumbado hidalgo de La Mancha.


Foto: Ilustración de Honoré Daumier, via Creative Commons