Ciencia

Sobre los motivos para no vacunarse

«La libertad no se inyecta». Este es el lema bajo el que se manifestaron el 24 de julio miles de personas en Francia, contrariados por la decisión del Parlamento de este país, que exigirá estar vacunado contra el SARS-CoV2 para poder trabajar como sanitario, así como para participar en actividades sociales. Los países que han conseguido controlar la pandemia lo han hecho indiscutiblemente gracias a la vacunación. Pero algunos de ellos (Estados Unidos, Francia, y veremos qué pasa con España), se están topando con un problema totalmente esperable y que va a ralentizar la llegada a la tan ansiada inmunidad de grupo, retrasando así la vuelta a la normalidad en la atención sanitaria, en la economía, y en la vida en sociedad. El problema de los antivacunas o de las personas anticientíficas en general se ha minimizado por los políticos y por la sociedad desde sus albores. Como hasta ahora «solo» han generado la reaparición de enfermedades que ya estaban controladas (como el sarampión, potencialmente grave pero con baja mortalidad), ha hecho falta una pandemia para dar a este colectivo el protagonismo que merece.

Un tercio de las personas que ingresan ahora en nuestros hospitales no se han querido vacunar, y este porcentaje, conforme avance la campaña de vacunación, irá previsiblemente en aumento. Algunos no se han vacunado porque han minimizado la enfermedad. Otros, la mayoría, porque desconfían de las vacunas. Podríamos dividir, sin entrar en matices, a las personas que desconfían de las vacunas en dos tipos: los que muestran dudas hasta cierto punto razonables y los que muestran una desconfianza ciega, los llamados «antivacunas».

En el primer grupo incluiríamos a las personas que expresan dudas generadas, en la mayoría de los casos por cómo se ha transmitido la información en lo referente a la eficacia y, fundamentalmente, sobre la seguridad de ciertas vacunas. Teniendo en cuenta que se inocula una sustancia a personas sanas, es comprensible cierto escepticismo, sobre todo si no se transmiten los datos de un modo veraz y claro ante interrogantes relativamente frecuentes.  Las vacunas frente al COVID se han desarrollado de una manera excepcionalmente rápida porque se han acelerado fases que no comprometen en absoluto la evidencia sobre su eficacia y seguridad (en este sentido se han seguido estrictamente las fases en investigación realizada en vacunas previas). La velocidad se ha debido a que ya había mucho camino avanzado en vacunas de este tipo y a que las fases «burocráticas», que enlentecen todos los trabajos de investigación, se han resuelto velozmente dada la urgencia que ha generado la necesidad, y sobre todo, porque la unión de fuerzas que ha supuesto la inversión millonaria en investigación y desarrollo y el trabajo conjunto de instituciones, empresas y gobiernos, ha demostrado lo que somos capaces de hacer cuando buscamos un objetivo común y prioritario.

La aparición de efectos adversos no detectados durante los ensayos clínicos iniciales (realizados con relativamente pocos pacientes, como es lo habitual para poder hacerlos bajo el máximo control), ha contribuido a la desconfianza. Pero esto también era esperable, en las cifras en las que se han objetivado los efectos adversos graves (uno entre miles, casi millones de personas). Cuando se hace una intervención sobre millones de individuos diferentes a la vez, con su idiosincrasia inmunológica o genética, es esperable que ocurran eventos inesperados. Porque la medicina se mueve en el terreno de la probabilidad, pero eso no es un motivo para dejar de confiar en ella, o para decir que la medida adoptada no es la adecuada. Que estos efectos adversos se hayan detectado precozmente, declarado y compartido, no solo evidencia que los sistemas de farmacovigilancia funcionan; además permite rediseñar las estrategias de vacunación para minimizar el riesgo (seleccionar los grupos idóneos, diagnóstico y tratamiento precoz de estos efectos adversos, etc).  

En la lucha contra la pandemia los medios de comunicación son y serán un elemento fundamental con un gran poder. La propaganda, una vez más, tiene un papel clave en la respuesta ciudadana. Esta gran capacidad de influencia debería conllevar una mayor responsabilidad, ya que una información imprecisa o sensacionalista puede arruinar o dificultar también una campaña de vacunación masiva (única solución para la pandemia actual), y se han de difundir mensajes claros, contundentes y basados en la evidencia, aunque no por ello se ha de obviar la responsabilidad que tiene cada individuo de acercarse a las fuentes apropiadas si desea informarse adecuadamente. En este punto podríamos hacer una crítica feroz al Gobierno de España, cuando dejó en manos de cada uno la decisión de qué vacuna ponerse cuando la primera dosis era de Astra-Zeneca. Movidos por el miedo a perder votos y a demandas judiciales impopulares si aparecían efectos adversos, incluso hacían firmar un documento, para eximirse de su responsabilidad política, a las personas que decidieron seguir las recomendaciones de los científicos. Este tipo de estrategias irresponsables, basadas en la política y no en la ciencia,  en cuanto que han contribuido a generar desconfianza, también han hecho mucho daño.

 A este primer grupo que recoge personas todavía con dudas, si se les transmite una información precisa y adecuada, con alta probabilidad se terminarán vacunando. Y es fundamental que los mensajes ahora se concentren en llegar a este colectivo si queremos tener cerca el final de todo esto. 

Pero hablemos del segundo grupo. Sabemos que los llamados «antivacunas» han aumentado en los últimos años, y la consecuencia ha sido la reaparición de enfermedades ya erradicadas. Resulta preocupante que a su actitud no se le dé la relevancia que tiene, y no solo durante esta pandemia.  Y digo actitud, y no movimiento, porque un movimiento supondría el instalarse en un pensamiento común que critica el paradigma establecido, en este caso, la eficacia y seguridad de las vacunas como única solución para controlar enfermedades infecciosas que no tienen tratamiento y cuyo control ha facilitado el progreso de la especie humana. Pero uno de los problemas más importantes que tiene este mal llamado colectivo es que ni siquiera comparten una crítica común: pueden exponer teorías que van desde los microchips hasta el interés de las farmacéuticas en crear enfermedades, incluyendo un largo elenco de argumentos absolutamente inmunes a la evidencia científica y generalmente incompatibles entre ellos, muestra clara de su incoherencia. En este sentido se sitúan en la era precientífica, donde coexistían diferentes teorías (a menudo discrepantes entre ellas) para explicar las mismas observaciones. 

Además de criticar el paradigma establecido con teorías irreconciliables, tampoco ofrecen un paradigma común alternativo. No comparten ni el tipo de juicio que hacen a cada vacuna, pero tampoco comparten un modelo alternativo de gestión. No proponen una solución diferente para terminar con el problema, por eso muchos de ellos abrazan también el «negacionismo», ya que negar que el problema exista facilita la ausencia de un plan alternativo para controlarlo. Negar algo te posibilita no hacer nada al respecto.  Y este «no hacer» se convierte en un problema cuando hablamos de salud pública, ya que es una de las pocas excepciones en bioética en las que el beneficio general prima sobre el principio de autonomía: la libertad individual en la toma de decisiones. La libertad no se inyecta, pero está claro que si tú no te inyectas, yo pierdo libertad. Puedo perder mi trabajo por las restricciones, o sufrir la prolongación de la crisis económica.  Puedes contagiarme y puedo incluso morir, lo que supone la mayor pérdida de mi libertad como consecuencia de que tú haces uso de la tuya. Pero aquí entraríamos en un ámbito que supera lo meramente científico, para adentrarnos en lo ético y en lo jurídico, cuando la cuestión principal es por qué rechazan las vacunas. 

Los antivacunas de este tipo y los anticientíficos en general además hacen uso de la estrategia de «rellenar los huecos»: lo que aún no se ha podido demostrar mediante evidencia científica, es un argumento para ir en contra de ella. Y la medicina, como ciencia no-exacta, no es capaz de hacer predicciones absolutamente certeras, debilidad que aprovechan para restarle credibilidad y que les permite eximir argumentos a veces difíciles de refutar.  Esto les facilita instalarse en un escepticismo global contra el paradigma científico aceptado socialmente.

Los antivacunas no muestran unanimidad en los motivos para rechazar las vacunas, sin embargo, todos coinciden en una cosa: somos los demás los que estamos engañados. Los científicos, influenciados por la política, las creencias, los intereses económicos… no somos capaces de criticar «desde fuera» el paradigma en el que estamos inmersos y en el que trabajamos, al que aceptamos sin crítica.  Hay quien dice que la actitud de los antivacunas nace de una interpretación distorsionada de la teoría que expuso Kuhn en 1962, el cual definía mediante el concepto de giro social de la ciencia, cómo los científicos estamos influenciados por el paradigma social, político, etc. El cuestionar el paradigma establecido hace que los antivacunas con frecuencia abracen también otras ideas de índole escéptica no solo relacionadas con la medicina. Al no aceptar el método científico, tampoco creen que lo han de aplicar a sus propias teorías, que no son ni demostrables ni reproducibles ni replicables; muchas veces ni tan siquiera falsables, al ser ideas abstractas difíciles de rebatir.  Pero, tras leer su argumentario, es más que cuestionable pensar que este haya surgido de la rigurosa lectura de Kuhn, ni de ningún autor de renombre que haya estudiado en profundidad las teorías sobre el pensamiento científico y los problemas que se derivan de ellas, como cuáles son los límites de la ciencia.  El pensamiento antivacunas, o anticientífico en general, pone de relieve un problema mucho más profundo y que merece reflexión, que es el problema de la educación. En la era de la sobreinformación, no existe un programa de aprendizaje sólido, que eduque en el espíritu crítico a la hora de valorar un argumento, no sólo científico. La ausencia total de este programa educativo capaz de enseñar la metodología requerida para la búsqueda de la verdad de los hechos tiene como consecuencia la proliferación de ideas claramente distanciadas de ella. Y no es casual que la aparición de estos grupos vaya en paralelo con la revolución que ha supuesto la conexión global e inmediata (sin requerir ningún esfuerzo) que aportan las redes. Es llamativo que el espíritu crítico que ciernen sobre la evidencia científica no lo apliquen para falsar sus propias teorías. Dan la misma validez a una guía de consenso escrita de acuerdo con la evidencia científica que a la opinión de un youtuber de escasa formación en nada si tiene «nosecuantosK» seguidores o a la de un personaje público cuyas virtudes nada tengan que ver con la ciencia

Y esto no solo ocurre con los argumentos científicos: las personas abrazan ideas políticas o de cualquier índole sin criticar las fuentes. Tampoco se enseña cómo nos influyen los sesgos cognitivos a la hora de absorber una información y tomarla como válida, cómo pesan nuestros deseos de que sean ciertas solo porque confirman nuestras teorías, y más si encontramos con facilidad grupos que opinen igual. No es con evidencia científica con lo que se combate argumentativamente a un antivacunas de este segundo grupo, ya que una vez instalados en sus teorías, la mayoría son inamovibles. La cuestión es por qué no tienen capacidad de discernir entre un argumento válido y otro que no lo es, y por tanto el pensamiento anticientífico es sólo la consecuencia de una cuestión previa no resuelta. Es un problema profundo que la educación no considere como prioritario el enseñar la búsqueda de la verdad de los hechos, y por tanto, de las teorías que derivan de ellos. 

La búsqueda de la verdad es la finalidad última de la ciencia y lo que nos ha conducido y nos conduce a estrategias de éxito, como las que se intentan implementar para controlar la pandemia.

La Dra. Judit Villar es especialista en enfermedades infecciosas en el Hospital del Mar de Barcelona.


Foto: Edward Jenner, descubridor de la vacuna contra la viruela, vacunando a sus pacientes. La caricatura, de James Gillray (1802), alude al temor de que la inoculación hiciera surgir apéndices en forma de vaca en el cuerpo de los pacientes. Via Wikimedia Commons